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Lorenza Panero

Juan Gustavo Cobo Borda

El Divino Dalí, como se llamaba a sí mismo con su proverbial modestia, escribió un libro acorde con su estilo: Diario de un genio. Habla allí del ADN y los descubrimientos científicos respecto a la visión, que incorporaría a sus Galas disfrazadas de Madonas. Las ciencias, en definitiva, como avances indudables que nos permitían una regresión a las pioneras exploraciones del Renacimiento, en perspectiva, cubo escénico y conturbadora precisión realista, que podría dar el milagro de un Leonardo como al relamido ademán manierista.

Pero Dalí recalca siempre la importancia del taller del artista, de su oficio clásico, donde el dibujo aporta la probidad imprescindible.

Lanza luego el más feroz anatema contra los críticos que condena al Infierno. Dice que no puede haber peor castigo en el mundo que ser crítico de la pintura abstracta. ¿Qué puede expresar alguien ante semejantes telas?

Es evidente que las luminografías de Lorenza Panero son abstractas, aun cuando como toda abstracción partan de formas naturales. Si nos fijamos bien en la que se exhibe en el hall de la Clínica del Country, cercana a los ascensores, podemos pensar con justicia que esa satinada superficie de fondo rojo y moléculas blancas en movimiento, bien podría aludir a células o virus captados por algún sofisticado ojo electrónico. Una imagen médica. ¿Qué busca con ello?. La creación, desde la técnica fotográfica, de un imaginario actual. Para llegar allí resulta necesario remontarnos a sus orígenes. A su abuelo, al singular poeta mexicano Gilberto Owen, quien escribiría entre nosotros la primera y única monografía entonces existente sobre Ignacio Gómez Jaramillo (1944). Este, en cezanianos grises, haría a su vez su retrato, igual como hizo los de León de Greiff y Jorge Zalamea. Mundo de café, bohemia y poesía, en la oscura Bogotá de entonces. También defendió, con pionera inteligencia, una de las primeras exposiciones de Alejandro Obregón. Relámpagos de luz en esa asfixiante y pobretona atmósfera clerical.

Quizás los genes de Lorenza han retomado esa herencia y por ello en Rhode Island como en Nueva York vivió con juvenil entusiasmo el estudio de la pintura y el diseño. Investigaba, como universitaria, el muralismo mexicano y vivía la atmósfera suscitada por Andy Warhol: una Factoría donde la cámara fotografía era más útil que la libreta de apuntes y la reproducción mecánica garantizaba la multiplicación de los iconos de la cultura de masas: Mao y Elvis, Marilyn y Jackie, las latas de sopa y los choques de autos.

Es intrigante ver cómo la tecnología, en sus manifestaciones más avanzadas, refluye sobre el tema secular de la naturaleza en sosegados y penumbrosos bosques o en fluyentes y acompasados cursos de agua. Así las pantallas de computador son hoy en día el equivalente de los idílicos paisajes con que las casas de antaño ornaban los muros y abrían un espacio de verdes setos y arremolinadas nubes. Olvidando quizás los furiosos dioses que anidan en ella y que tratan de conjurar en vano con piadosos nombres de mujer: Rita, Katrina. Por ello sus luminografías buscaban conciliar estática inminencia con desatado vértigo expansivo.


Podríamos internarnos, entonces ?¿signo de los tiempos- en un arte del rescate ecológico que con su luminosidad deslumbrante nos hiere los ojos y nos recuerda el esplendor dinámico de esas fuerzas que ondulan y giran. Que crean mundos. De ahí también los títulos: Caribe, Viene la lluvia, La Cascada, Arcoiris, Mar.

Por su parte, en un texto escrito por la artista, habla ella del rescate de la memoria. La fragilidad del recuerdo, preservado en esa lámina que fija instantes. La plancha, herida por la luz, atrapa hojas, mallas, círculos puntuales. Gasas, ruedas y cambios de intensidades. Nos habla así de un arte óptico donde la atracción de la mirada, en el deleite mismo de sus invenciones, deriva hacia una contemplación gratuita. Desinteresada.

Si los temas centrales del arte de hoy bien pueden ser el cuerpo, la violencia y el dominio, estas obras apuntan hacia otro norte, de gratificación estética y purificación, en definitiva, de los estragados sentidos. Nos recuerdan cómo hay algo gozoso y bello en nuestro interior y en el amplio cosmos de las constelaciones en movimiento. Esas que gracias a este arte ahora llevamos dentro.



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