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Ángel Loochkartt

Juan Gustavo Cobo Borda

Ángel Loochkartt tiene en la mirada el mismo grado de locura que otro holandés errante: Vicente van Gogh. Si a esto le añadimos varios grados más de temperatura anímica, al haber nacido en Barranquilla, tendríamos un preocupante cuadro clínico. Afortunadamente él canalizó esta intensidad visionaria hacia la pintura y se instaló en el barrio de La Candelaria en Bogotá.

Pero ese preservado Edén colonial, con sus beatas, templos y leyendas de aparecidos y fantasmas como el pintor Gregorio Vásquez y Ceballos, no respira ya el sueño congelado de la historia. Universidades, centros culturales, lugares de cena y rumba, lo dotan ahora de nerviosa vivacidad. De colores que no son sólo el consabido muro blanco con tejas rojas. A ello, de seguro, contribuyó el activo desasosiego de Loochkartt Su hermosa casa en azules, de patio y zarzo, de pájaros en jaula y árboles frutales, se desdobla en un estudio situado al otro lado de la calle, donde el harén mental de sus fantasías se despliega con avidez y garra.

Le gustan las vastas telas para saturarlas de colores fuertes. Incluso más que colores: materia aplicada con brochazos de espátula y que en circulares trazos abren en el telón un espacio. Allí ondulan las sensuales Ángelas de sus sueños inalcanzables y prohibidos. Algunas fotos, casi clandestinas, nos revelan jóvenes modelos, muy reales, pero sus ojos de sátiro se han purificado con el alcohol y la trementina. Han visto la flotante pareja de amantes que Oscar Kokoschka puso a volar en su agitado cielo expresionista. Y vivió, también, el replanteamiento italiano con que la trasvanguardia volvió sobre la figura humana. Sólo que él, en verdad, es un neofigurativo: exasperación obsesiva de la disección y la furia creativa misma.

Alvaro Medina, en su libro El Arte del Caribe colombiano (2000), escribió: “Fue con una pintura de trazos nerviosos convertidos en rápida acumulación de grafismos que Loochkartt ganó, con El ángel nos llama, uno de los premios del salón de 1986. La obra pertenece a una serie de ángeles nocturnos de aspecto sensual y aura erótica, casi obscena a veces, que ha venido pintando a lo largo de los años y que ha alternado con los festivos congos del Carnaval de Barranquilla, series que combinan las alegrías del alma y los placeres de la carne” (p. 74).

Durante más de 150 años el Carnaval de Barranquilla se ha constituido en la más afortunada síntesis del mestizaje costeño, al preservar en una ciudad que no fue colonial todas las tradiciones típicas de blancos, negros e indios. Los cuatro días del carnaval y sus personajes emblemáticos, Joselito Carnaval, la leyenda del hombre caimán, ya habían suscitado la respuesta creativa de figuras como Alejandro Obregón. Ahora Ángel Loochkartt se ha fijado en la danza más antigua del Carnaval de Barranquilla, creada en 1870, con acompañamiento de tambores y guacharacas, y el canto de conocidos versadores. Hasta 120 congos desfilan en nuestros días y Diego Samper Martínez en Carnaval Caribe (1994) los describe así:

“Allí están los congos que, conjuntamente con las cumbias, son los reyes del carnaval. Son danzas con reminiscencias de los cabildos negros de la Cartagena colonial [...]. Los danzantes llevan la cabeza cubierta con un alto gorro o turbante elaborado en cartón, adornado con rosas, con flequillos o figuras en papel multicolor. Una penca larga adornada con cintas o pañuelos dispuestos en forma de mariposas, sale del turbante de esta vestimenta [...]. De allí surgen los rostros pintados de blanco con redondas mejillas coloreadas y lentes oscuros [...]. Lo fastuoso de la capa, la pechera y el turbante evocan el atuendo usado por los portugueses de la época en sus colonias africanas” (p. 179).

Con su intuición artística Loochkartt captó muy bien el contraste entre los altos y rígidos gorros, con sus en ocasiones pompones de lana multicolores, y el vértigo dionisíaco de una danza de negros, ebria e impugnadora. Quizás por ello sus cuadros brotan más de la sombra vencida de la muerte que de la luz de lentejuelas y sol caribe. El congo puede llevar, ¡oh sorpresa!, una iguana viva en la mano y también ponerse máscaras de madera de animal, de tigre o toro, y cetro o machete. Pero lo que importa es cómo Loochkartt mantuvo su altivez ceremonial y su irrupción, desde un mítico sustrato ancestral, en el espacio de sus poderosos óleos, irrigados de sensualidad y fuerza vital. El colorido cinematográfico de las comparsas y la música aturdidora de la guachafita se eron el silencio de una pintura, exultante y a la vez reflexiva. Varias décadas antes de que el carnaval fuese consagrado como patrimonio cultural de la humanidad, un pintor bohemio había extraído, en imágenes de celebración plástica, su contagioso ritmo. Su capacidad para servir de metáfora a sus gentes y su región. Se compenetró con su carga legendaria y la tornó plenamente contemporánea.


©2006