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SANTIAGO CÁRDENAS

Juan Gustavo Cobo Borda

A los cien años Jorge Cárdenas Nannetti tradujo el libro de Edward-Lucie Smith sobre su hijo Santiago. Aunque vive en los Estados Unidos, donde se formó Santiago, no ha perdido en ningún momento sus ancestrales raíces colombianas. Son de Popayán y el tejido endogámico de esas urdimbres genealógicas los lleva a pensar en largos ciclos, en lentas evoluciones. Todo ello, quién lo creyera, también incide en su postura ante el arte. Santiago Cárdenas, a quien se ha llamado artista pop, hiperrealista, expresionista, es en realidad un pintor clásico, firme ante los avatares tecnológicos, ya que sabe muy bien cómo la realidad virtual que hoy nos proponen es tan vieja, tan legendaria si se quiere, como el espacio ilusorio que crea la pintura con sus dos dimensiones.

Santiago medita ante el misterio de la realidad en una larga y depurada accesis contemplativa. De allí brota el insospechado milagro de un traje, de un enchufe, de una mesa de planchar, de un espejo, un cartón, una tijera, un bastón o una flor. Él parece desnudarlos de todo lo accesorio en su prístina desnudez sin subterfugios, pero cuán equivocados estamos con ello. Mientras más concreta parezca su irradiación palpable, y más imperativo el gesto de usarlos o simplemente tocarlos, más impactante el choque con esa ficción. A Santiago lo que le regocija es el trampantojo con el cual damos un paso en falso y comprobamos cómo el cartón que pensábamos collage es un lienzo pintado hasta la exasperación miniaturista de todas sus vetas, repliegues y arrugas. Tranquilizados (y admirados) por este virtuosismo otro engaño feliz desmonta nuestras aparentes certezas visuales: el paspartú blanco y el marco negro son también, ¡oh sorpresa!, pintados por el mismo artista que, seguro solo de su arte, ha puesto en duda al mundo íntegro.

Con qué paciencia se pierde en el deleite sin fin de una sombra perpleja, de un tenue reflejo que titubea bajo la claridad intolerable de la luz más cruda. No hay engaño: es solo un espejo en el rincón de un cuarto pero allí se halla concentrada toda la historia del arte, desde los legendarios pájaros griegos que picotearon las apetitosas uvas dibujadas sobre el muro. En tales encrucijadas es donde mejor despliega Santiago Cárdenas la añagaza de sus dones. Nada lo satisface más que ese desconcierto con que altera al espectador. El mundo se ha vuelto más rico, y mucho más inquietante, con esta lograda impostura.

La cual se expresa, de modo insuperable, en sus célebres tableros, ya acogidos en la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Como él mismo lo dice: "cuando no tengo ideas, hago un tablero". Él parece no pintarlos sino borrarlos para que solo subsista el diluido esfumado de una fórmula científica, E= mc2, de unas desdibujadas palabras, de una sombra impalpable, hecha de polvo y tiza, en la soledad dolorosa de las aulas vacías. Cuántas estimulantes reflexiones ante ese saber que se evapora, ante esta caverna platónica de la pintura donde ya la memoria adulta apenas si recuerda el inicio de nuestro aprendizaje del mundo.

"Retiro mis palabras", tituló uno de ellos, como si a los setenta años no quisiera reafirmar el énfasis del objeto mismo, una corbata, un gancho de colgar ropa, la paleta del pintor, sino ahondar en ese trazo nítido que reafirma, en paradoja última, su perplejidad ante la realidad incontrovertible de la pintura y lo evasivo, en definitiva, de aquellos instrumentos con que creemos fabricar nuestro hábitat, óleos y pincel incluidos.

Curiosamente los dos artistas que más admira en el siglo XX son Picasso y Matisse, sensualistas ambos del mundo físico, destructor uno del objeto, llámase mujer o cabra, virtuoso musical del color el otro, en su reconciliación melódica y ondulante. Ante los desmanes de la historia, y la barbarie del estrépito que nos aturde, Cárdenas abreva en el sólido silencio con que Masaccio fijó a la pareja expulsada del Paraíso. En Cárdenas salen quizás de un motel, con minifalda y botas, pero solo la ceniza de su carboncillo nos permite intuir que el Paraíso existe, y está allí, innegable en su pintura.




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