[obregón]
 /biografía
Alejandro Obregón
Muerte a la
bestia humana

1983

Obregón: Entre la Guerra y la Paz

Por: Juan Gustavo Cobo-Borda
Poco después del horrendo asesinato de Gloria Lara,
Alejandro Obregón pintó a ese propósito una de sus obras esenciales: Muerte a la bestia humana.

Luego, el presidente Betancur le pidió que donara para la pinacoteca de la Casa de Nariño, que él organiza, una alegoría de la paz. Estos son los dos extremos donde se desenvuelve la obra contemporánea de uno de nuestro más grandes pintores que ha logrado convertir al arte en una expresión de la vida cotidiana del país.

"Muerte a la bestia humana": así tituló Alejandro Obregón el cuadro que pintó a raíz del asesinato de Gloria Lara. Fue, si se quiere, una reacción inmediata, llena de dolor y asco. Durante día y medio, sin parar, trató de impregnar con lo rojo de su rabia la indiferencia cómplice del lienzo. Intentó sacar de allí todo lo que él tenía dentro. Es decir: toda su furia y todo su desprecio. El matar a quien había matado para que no se olvide la infamia, y el ojo, con su párpado atrozmente levantado, la continúe contemplando.

De dicha masacre plástica, sin verla aún, pero queriéndola, habría de surgir también la frágil esperanza de ese otro cuadro en el cual la paz logra adelantarse a las negras siluetas de unas aves de mal agüero. La guerra y la paz, como deberían llamarse todos sus cuadros, enfrentadas nuevamente, en un dilema que no es sólo el del arte sino el de nuestras vidas cotidianas. Ya que dichos cuadros fueron pintados ahora, en estos meses, cuando las tensiones se han vuelto casi insoportables.

Hoy, cuando no se oye el escándalo feliz de los niños que juegan en la calle, las rejas de las casas resultan cada día más altas, y muchos hogares parecen una cárcel rodeada de celadores armados -sólo en Bogotá ya hay 100.000- que aíslan aún más a las personas, víctimas de la inseguridad y el pánico; víctimas, sobre todo, de la insolidaridad, la pintura de Obregón se hunde en ese clima de nervios, a flor de piel, para responder no con el silencio sino con un acto.

Enfrenta el horror, pintándolo. Logra el necesario coraje para decir no más, median te un matiz del violeta o el morado. Obtiene, a partir de esa fragilidad perdurable que es toda obra de arte, el suficiente vigor para combatir a ese animal abyecto, y cuando lo captura, como en este cuadro, su ademán punitivo se vuelve feroz, y también desquiciado, saliéndose del marco, y tambaléandose en un traspiés agónico. Es una lucha a muerte entre la acongojante actualidad y la denuncia que la trasciende; entre el afán de insertarse, a fondo, en nuestro tiempo, para vivirlo junto con quienes lo padecen, y el propósito de disolverlo, para encontrar una dimensión más plena; más a la medida nuestra. Por fin humana.

Lo golpea, entonces, con sus chorros de sangre; y golpea, también, el rostro amorfo de todos los tibios de corazón; de todos los que apenas si sobreviven, con el ánimo apretado.

El abre, con estos dos cuadros, un espacio diferente: aquel donde percibimos el riesgo inmenso que implica el sólo acto de respirar; y el deber, incluso, que tenemos de combatir, como Obregón lo hace, para que tal derecho subsista. Cuando ya no quedan áreas comunes por dónde transitar; toda presencia se torna sospechosa; y cada calle es un túnel del cual no sabemos si saldremos indemnes, la pintura de Obregón nos recuerda el elástico vuelo de la libertad. Alguien que camina, sin hambre, y sin el temor de ser atracado. Asuntos así de concretos. Y también símbolos legendarios -una muchacha a punto de alzar vuelo- que nuevamente vuelven a ser encarnaciones anheladas por todos, acordes en aquello de que "el realismo es el único arte insignificante de nuestro tiempo" Por eso la primera vez que vi el cuadro en contra de los asesinos de Gloria Lara no pude soportarlo. A nadie le gusta la crudeza, en estado salvaje. Esa crudeza que nos impugna, volviendo el malestar algo táctil. Concretando toda una atmósfera de rencor y venganza en una sola herida abierta, y estupefacta, él hace evidente lo que preferíamos ocultar por pusilánimes. El vuelve incuestionable lo que intentábamos borrar para que la ira no nos cegara del todo. Dicho cuadro no es sólo una denuncia: es también un aflictivo momento de nuestra historia.

Por todo ello me parece admirable que Obregón lo haya pintado. Cuando las palabras ya no sirven, y sólo que dan los gritos, y un rencor desesperado, es sano que éste no se cierre sobre sí mismo, y se envenene, sino que se abra, aireando la llaga que estaba infectada. En este caso la llaga era todo el cuerpo social. De ahí que el imaginario colectivo de los pueblos requiera de esas sondas que, fijando la imagen de lo intolerable, permitan recobrar porciones de la razón, hasta entonces obnubiladas por completo.

El llanto nos vuelve ciegos; el odio nos lleva a golpear a diestra y siniestra, pero este cuadro que se nutre de una materia tan visceral como equívoca, tan perceptible como engañosa -esa materia que es la misma vida, y el afán de protegerla a toda costa-, es también algo más que un cartel impactante. Exorcismo y plegaria, él busca sumir el horror, adentro suyo, para que mediante esa operación catártica vuelva a surgir, vacilante, indecisa, pero con la terquedad que es su signo, esa complicidad necesaria con la vida, como un valor en sí, que hay que respetar, antes que nada.

Los mejores reportajes que concede Alejandro Obregón son sus propios cuadros: en ellos la anécdota desaparece y se hace por fin explícita su convicción de que la vitalidad, purificada por la decencia y ennoblecida a través de la belleza, es la mejor forma de volver menos crispadas las relaciones entre la gente. Tibio y tímido pudor por la mujer que ahora yace, a la izquierda del cuadro, expuesta y vulnerable, inútilmente sacrificada. La misma mujer -montaña embarazada de su cuadro sobre la violencia, pintado hace veinte años, como si todo ese tiempo hubiese transcurrido en vano y sólo la barbarie se hubiese hecho más sofisticada. Por eso todos los días resulta necesario comenzar de nuevo. Por cualquier descuido la grieta se abre y, a través de ella, lo que hubo de civilizado desaparece.

De ahí que el juego se ha ya convertido en algo infernal las desigualdades implican una ametralladora colocada en el asiento delantero del carro. Se corre, entonces, el riesgo de que nadie responda al teléfono : otra persona abandona el país, ante la amenaza de secuestro. En algunos casos un simple especulador, en otras un honrado creador de empleo: ya no hay diferencias. ¿Vale la pena vivir así?, se pregunta cualquier madre, aterrada por la demora del bus que trae los hijos del colegio. Irse, por un tiempo : tal solución no es factible para quien, como lo contaba Daniel Samper en su columna, tiene que presenciar la muerte de su hija, por culpa de una rata. Obregón, con estos cuadros hechos a pie firme en medio de la tormenta, insiste en que sólo aquí, hundidos hasta el cuello, las cosas cobran sentido, y es totalmente ilícita cualquier histeria.

Por ello sus cuadros son útiles y eficaces: son una forma de resistencia. Temple: es la palabra implica arrojo y afinación musical, dureza y flexibilidad. ¿Cómo no ver el otro lado de las cosas y cómo no luchar para que cambien? ¿Cómo no volvernos duros, por el simple hecho de estar aquí, participando de algún modo en todo esto, y cómo no hacernos flexibles ante el dolor ajeno? Una mujer que hasta ayer no más era vida, vida plena, hoy deambula como un zombie: volvió, después de meses, al sitio donde asesina ron a quien más amaba. Por momentos había alcanzado a olvidar que la muerte seguía allí, escarbando en el recuerdo. Lo dramático es que cada cual puede aportar hoy en día ejemplos como estos. De ahí que esta pintura, tan terrible, sea a la vez necesaria : nos va cuna contra el olvido. Impide que nos insensibilicemos.

De otro modo seguiríamos ahogándonos en la monótona repetición de noticias que apenas si nos golpean, y luego pasan de largo, con una uniformidad enloquecedora. Este cuadro es, por lo menos, un hecho concreto, y espantosa mente inolvidable. El otro es apenas un presagio, el ansia que busca concretarse si todos la soñamos.

Lista de secuestrados -sobrepasan los 150-; lista de gente que abandona el país; lista de soldados muertos; lista de nuevos frentes guerrilleros; lista de miembros del MAS. Obregón pensó, en un momento, para el cuadro de La Paz, pintar un largo y roñoso muro sobre el cual todos estos datos se acumularan y hacer que luego, sobre esa superficie de espanto, se sintiera apenas el vuelo de una paloma apresurada. No la paloma de la paz, que ya inmortalizó Picasso, sino quizá las palomas que en el segundo círculo de Infierno dantesco responden ahora a los nombres de Paolo y Francesca: el amor brotando en medio del fuego helado.

Afortunadamente cambió de idea: la pintura nos restituye la presencia, infame en unos casos, en otros adorada. La pintura no tiene la impersonalidad de las computadoras. Cualquier cifra que ella incorpore es tan sólo como signo : señal para abrir un camino. No impersonalidad sino sentimiento testa pintura nos enseña a ver y a sentir. Ella, por su capacidad de reacción in mediata, es la llamada a mantener la distancia que existe entre la brutalidad de los hechos y la conciencia de los mismos. Entre el impacto y la reflexión antes de esta volverse nostalgia. O memoria ensangrentada. La gente, que a veces necesita olvidar para vivir, perdona con frecuencia. La pintura no. Es ira fría. Por ello estos cuadros son un asunto más serio de lo que creíamos. A través de ellos ya no se debaten cuestiones estéticas. Se discute, simple y llanamente, si todavía tenemos derecho a aspirar a una vida menos paranoica que esta, o si tal utopía se halla también definitivamente cancelada. Ellos nos conciernen en una medida mayor de la que parece. Nos preguntan, con sencillez casi esquemática, a través de dos únicas imágenes, si preferimos la paz a la guerra. En caso de que elijamos la primera, ellos también nos recuerdan que la paz se conquista y se mantiene, luchando cada día por ella. La pintura colinda con el silencio, y éste, hoy en día, es un silencio temeroso y asustado : están en juego demasiadas cosas. Obregón ha tenido la valentía de romperlo. Me parece justo acompañarlo a él, en tal aventura, compartiendo semejante riesgo. Puede ser un buen comienzo.
  Tomado de la revista Cromos. Marzo 8 de 1983, No.3399