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Unos años tibios
Juan Gustavo Cobo Borda

La década de los cincuenta en Colombia está marcada, como siempre, por la violencia y por los regímenes conservadores representados por Laureano Gómez y Roberto Urdaneta Arbeláez, y la dictadura, de 1953 a 1957, del general Gustavo Rojas Pinilla. La década se cierra con los pactos de Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez que dan origen al Frente Nacional, y el comienzo de la revolución cubana.

Rojas, un católico conservador elegido con el respaldo de los dos partidos y sus líderes más connotados, sería luego repudiado y befado por los mismos que lo exaltaron. En todo caso, Rojas Pinilla, un ingeniero militar pragmático, realizó obras que aún subsisten, como el aeropuerto Eldorado, el Hospital Militar y lo que hoy se conoce como el CAN, un centro administrativo para agrupar las entidades oficiales. Otorgó el voto a la mujer y en el terreno cultural sus ejecutorias pueden sintetizarse en el arribo de la televisión al país.

El «Sapo» Gómez (Bernardo Antonio Gómez Mendoza), conciencia jurídica del régimen de Rojas, vio cómo a su joven hijo, Fernando Gómez Agudelo, lo nombraban director de la Radio Nacional con el encargo perentorio de instalar la televisión en el país y tenerla lista para el primer aniversario de su gobierno. Rojas la había conocido en 1936, en la Alemania de Hitler, con motivo de los Juegos Olímpicos.

Después de un viaje a Estados Unidos, donde se le explicó a Gómez Agudelo la imposibilidad de montarla en tan corto plazo, dado lo costoso del proyecto y sobre todo tomando en cuenta lo abrupto de la geografía nacional, éste se dirigió entonces a Alemania, donde adquirió equipos transmisores de la Siemens. La solución: instalar las estaciones repetidoras en las cimas de las montañas. Así empezó el más eficaz método de integrar la población colombiana, al principio no tan amplio como la radio, pero igualmente cohesivo y determinante.

Noticieros ya célebres como El reporter Esso, «El primero con las últimas»; comedias costumbristas como Yo y tú, con Alicia del Carpio; deportes que abarcaban el fútbol, la hípica y la vuelta ciclística a Colombia pasaban, en la precariedad de los inicios, desde los micrófonos de las emisoras hasta los esquemáticos escenarios de la imagen. Tal fue el caso de Gloria Valencia de Castaño, quien desde la primera emisora cultural privada, la HJCK, fundada en 1950, se convirtió en presencia habitual de la pantalla, junto con nombres como Fernando González-Pacheco o Bernardo Romero Lozano, célebre director de teatro radiodifundido que trasladó sus preocupaciones artísticas a la televisión. El contenido cultural era notorio, trátese de las intervenciones de Marta Traba sobre arte, como de la irradiación paulatina de actores como Carlos Muñoz. La televisión fue, en definitiva, un laboratorio creativo que daría pie, en su improvisación juvenil, a muchas líneas futuras de desarrollo. Directores como Fausto Cabrera o el conocido director de cine de animación, Fernando Laverde, hicieron sus primeras armas en esos tiempos heroicos.

Pero luego la figura de «Gurropín», como se conocía popularmente a Rojas Pinilla, incurriría en infortunadas medidas de censura contra la prensa, al buscar perpetuarse en el poder, mediante una tercera fuerza en la cual se alineaban colaboradores como Lucio Pabón Núñez, Abelardo Forero Benavides y Gonzalo Arango, y en represión a los estudiantes que cuestionaban su actuación. En todo caso, en aquella Colombia de los años cincuenta, y en el terreno cultural, muy diversas opciones se detectaban acordes quizás con los varios tiempos y espacios que convivían en el territorio nacional.

Dos revistas

Si bien los avisos comerciales que registran estas elocuentes fotos de Sady González parecen dejar en segundo plano los rótulos de Coca-Cola, Air France o whisky Johnnie Walker ante las recurrentes manifestaciones multitudinarias por la paz y la concordia, era evidente que Colombia recibía los frutos extranjeros del capitalismo internacional. Igualmente asimilaba, desde distintas vertientes, ideas, novedades literarias, modas y figuras.

Ejemplifiquemos: desde 1947 hasta 1957 la Presidencia de la República, Dirección de Información y Propaganda, había publicado 79 números de las Hojas de Cultura Popular Colombiana, dirigidas por Jorge Luis Arango, quien sería también un destacado editor de una valiosa colección de libros, en la que aparecieron sobre todo los cronistas de la conquista como Juan de Castellanos.

Más que una revista propiamente dicha, era una sofisticada y elegante plaquete de pliegos sueltos, llena de alardes tipográficos, y en la que reproducciones de las láminas de la Comisión Corográfica, facsímiles de cartas y documentos históricos, partituras musicales, ornaban textos de firmas prestigiosas, trátese de Guillermo Valencia como Porfirio Barba Jacob, trátese de León de Greiff como de escritores falangistas españoles de la talla de Ernesto Jiménez Caballero, o próximos al franquismo como Pemán, Azorín o Eugenio D’Ors.

Los villancicos de Eduardo Carranza, afín también al franquismo, convivían con el rescate de documentos sobre la vida del pintor colonial Gregorio Vázquez de Arce y Ceballos. Éste fue uno de los objetos de culto del director y sus colaboradores: críticos colombianos como Gabriel Giraldo Jaramillo o el español llegado entonces a Colombia, y asiduo ilustrador de la revista, junto con Sergio Trujillo, Francisco del Tovar, revaluaron el aporte plástico-religioso del pintor santafereño.

Lo que se pretendía contrastar era cómo en los mismos años de Mito (1955-1962, 42 números), con sus propuestas al día, subsistía una cultura oficial conservadora que miraba con nostalgia el pasado colonial. Se buscaba, a través de la estampa castiza y bien escrita —las muy válidas páginas de Eduardo Caballero Calderón que darían pie a Ancha es Castilla (1950) aparecieron aquí—, una suerte de geografía lírica de las ciudades colombianas. Al reproducir de nuevo la «Oración de Jesucristo», de Marco Fidel Suárez, o recordar insistentemente a Simón Bolívar por medio de un poema de José Umaña Bernal o un concepto médico del doctor Alejandro Próspero Réverend, se consolidaba o reafirmaba, de algún modo, el concepto de un Bolívar autoritario. De una cultura con los ojos vueltos hacia el ayer. Allí donde Rafael Maya continuaba coronando a la Señorita Cundinamarca.

García Márquez, quien también echó discursos coronando reinas de belleza, en su momento, sería la figura perdurable de los aparecidos en las páginas de la revista Mito: Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo (N° 4, 1955), El coronel no tiene quien le escriba (N° 19, 1958) y En este pueblo no hay ladrones (N°s 31 y 32, 1960). El escritor de Aracataca propuso, en el rigor despojado de su prosa, y en la intuitiva comprensión humana de sus personajes, un notorio avance sobre el estancamiento en que se debatía la ficción en el país, lastrada por el trauma de la violencia partidista. Esa literatura de la violencia, testimonial más que creativa, y sectaria, en alguna forma, en su toma de partido, vio así canceladas sus aspiraciones. Había una nueva exigencia, y una distancia en la elaboración, si se quiere nostálgica, de los dramas políticos y sociales, que podía rendir mejores frutos. Tal es el caso de La casa grande, de Álvaro Cepeda Samudio, cuyo más ceñido capítulo, el diálogo de «Los soldados», apareció en Mito (N°s 22 y 23, 1958-1959), anunciando de algún modo su publicación en libro, la cual realizaría años después las propias Ediciones Mito.

Revista de poetas: Jorge Gaitán Durán, su fundador; Eduardo Cote Lamus, Fernando Charry Lara, Fernando Arbeláez y Álvaro Mutis, que publica en el N° 2, de 1955, su «Reseña de los hospitales de ultramar», pieza sustancial de su saga de Maqroll, el Gaviero. En una carta del 2003, Mutis sentó su posición frente a la revista:

«Mi vinculación con la revista Mito, además de los poemas míos allí publicados, fue un tanto pasajera y marginal. Quise mucho a Jorge Gaitán Durán como amigo y lo admiro como poeta, pero siempre estuve distanciado de sus ideas políticas y de su personal filosofía»1.

Hay que matizar entonces este «esfuerzo tan valioso», como reconoce Mutis, y recalcar que las preocupaciones de Mito por el compromiso del escritor, la filosofía existencial, a través de figuras como Heidegger y Sartre, el teatro de Brecht, el reconocimiento de una novela propia, visible en las reseñas que se le dedicaron a Alejo Carpentier y Juan Rulfo, y las propuestas de un arte latinoamericano, tenían en torno suyo un aura radical de novedad y escándalo sólo comprensible en la comparación con el aflictivo anacronismo colombiano: campesinos que cerraban con alambre de púas la vagina de su mujer, como Mito lo documentó, con fotos.

Tenemos, así, un país donde la defensa irracional del honor machista convivía con la censura oficial, tal como lo narró Gloria Valencia de Castaño. Su programa en televisión, El lápiz mágico, proponía temas de la actualidad diaria a tres célebres caricaturistas de prensa, Chapete, Merino y Carrasquilla, que los ilustraban con pasmosa celeridad. Al querer celebrar un año en la televisión, se les planteó la posibilidad de regalar un personaje emblemático para conmemorar el hecho. Sugirieron ellos, con sombrero y ruana, y abrumado de males, a José Dolores, encarnación del colombiano típico. A la semana siguiente, al volver Gloria Valencia a los estudios de televisión, dos gendarmes armados le impidieron la entrada, aduciendo que le habían revocado la licencia. Cuando Alberto Lleras Camargo fue presidente, la licencia N o 1 que otorgó su gobierno —con el que comenzó el Frente Nacional, que iría de 1958 a 1974— fue la de Gloria Valencia de Castaño.

La televisión fue entonces un lugar donde se enfrentaban los afanes modernizantes contra las terquedades retardatarias. Así podría verse un aviso en la revista Semana (No 670, del 29 de octubre al 4 de noviembre de 1959), en el que la Televisora Nacional anunciaba para el 28 de octubre de 1959, a las 9:45 de la noche, la presentación de Edipo rey, de Sófocles, que montó la Escuela Departamental de Teatro de Cali, con la dirección de Enrique Buenaventura y las actuaciones de Pedro Martínez como Edipo y Fanny Mikey como Yocasta, con escenografía de Enrique Grau y música original de Roberto Pineda Duque. El comienzo del teatro moderno colombiano también refleja estas tensiones, pues se trajo a un director japonés, Seki Sano, para trabajar en la televisión en sus inicios, quien luego organizaría la Escuela de Artes Escénicas, donde sería el maestro indudable de figuras como Enrique Buenaventura y Santiago García, que así lo han reconocido. Un sospechoso olor a comunista se adujo como motivo para su expulsión del país, pero ya había sembrado su semilla con la introducción del método Stanislavski.

Finalmente, no sobra recordar el uso arbitrario y constante de la pantalla chica —típico de los regímenes de fuerza, como había sido el caso del general Rojas Pinilla— o la renovadora influencia cultural a escala masiva que la televisora podía deparar en la apreciación del arte contemporáneo. Fijémonos en ello.

Mito era, obvio, una revista minoritaria, que no iba más allá de los 1.000 a 1.500 ejemplares. Quería sacudir las conciencias pero en realidad escandalizó a la clerecía: la publicación en su primer número de un texto del marqués de Sade, «Diálogo entre un sacerdote y un moribundo», precedido por un ensayo provocador de Jorge Gaitán Durán sobre la actualidad del escritor francés, les acarreó una multa, de 2.000 pesos colombianos, fijada por el Ministerio de Gobierno, «a raíz de la sindicación que se le hizo de incluir publicaciones contra el sentimiento católico de los colombianos». Como lo dijo Gaitán:

«La orientación del gobierno “de Cristo y de Bolívar” no permitía esperar mucho en materia de libertades».

Pero en todo caso se abrió una brecha que iría más allá de Sade y Rimbaud, más allá de Jean Genet y Las sirvientas y Nabokov y Lolita, presentados por primera vez en la revista.

Este afrancesamiento militante, que agrupaba tanto al teatro del absurdo como a Françoise Sagan, se planteó con mayor radicalidad y nitidez en el campo de las artes plásticas, donde sí logró un quiebre de tendencias.

Marta Traba comenzó con un rechazo radical de lo que según ella era la nefasta influencia del muralismo mexicano en las artes plásticas del continente, a través del letal nacionalismo. No sólo en Mito y en la televisión dio la batalla. La ilustró espléndidamente en la revista Semana, que fundada por Alberto Lleras en 1946 y dirigida luego por Hernando Téllez y Juan Lozano y Lozano, cuando asumió la dirección su marido Alberto Zalamea se convertiría en su tribuna beligerante.

Era culta, escribía bien y no temía irrespetar a los santones consagrados. Mostró murales y fragmentos de cuadros de Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, Alipio Jaramillo, Carlos Correa, Luis Alberto Acuña, Gonzalo Ariza, y dio el grito: «No más huelgas, no más próceres, no más puntillismo chibcha, no más campesinas robustas. No más nieblas japonesas aplicadas a los Andes». En Mito propuso como opción distinta el rigor geométrico de Eduardo Ramírez Villamizar (No 20), la sensibilidad emotiva, dentro del expresionismo abstracto, de Alejandro Obregón (No 30) o las búsquedas formales, en el color, de Guillermo Wiedemann (Nos 37 y 38). Y en Prisma, la revista que fundó en 1957 y duró un año, continuó la lucha. Pero fue la deslumbrante carátula del No 713 de Semana, correspondiente a septiembre de 1960, la que corroboró el triunfo irreversible en la dura batalla. Los Girasoles de Fernando Botero surgían de un verde florero y se expandían por todo el espacio, quizás ya no como flores sino como sólidos bloques de color. Y como decía Marta Traba en el interior:

«… esa maceración frenética y alegre del color no sólo puede reconciliarlo (al público) con formas aparentemente inaceptables sino que hace renacer tales formas con una gran belleza nueva, extraña y problemática» (p. 44).

La pregunta que ella se hacía se respondía a sí misma: el localismo había quedado atrás y preocupaciones más universales y exigentes demandaban nuevos esfuerzos de nuestros creadores, insertados en incipientes mercados donde la orientación de la crítica podía llegar a ser determinante. Esta nueva generación, que inmortalizó otra carátula de Semana —Alejandro Obregón, Enrique Grau, Eduardo Ramírez Villamizar, Fernando Botero, Armando Villegas— estaría ligada, en su nacimiento y en su proyección, al ferviente entusiasmo de esta argentina que se habría de compenetrar vitalmente con Colombia y su arte.

Como lo demuestran las carátulas de Semana, la cultura ocupaba un lugar prioritario: allí aparecieron, con informes exhaustivos que los acercaban al lector, en 1956 figuras como Otto de Greiff, Rodrigo Arenas Betancur y Rafael Escalona; en el 57, Marta Traba; en el 59, Rafael Puyana, sin olvidar antes a Baldomero Sanín Cano, Rafael Maya, Eduardo Carranza o el poeta Fernando Arbeláez, a raíz del surgimiento de los «cuadernícolas»: Fernando Charry Lara, Álvaro Mutis, Jorge Gaitán Durán, Rogelio Echavarría. También Virginia Gutiérrez de Pineda, la estudiosa de la familia en Colombia, mereció carátula, junto con monseñor Salcedo, de Radio Sutatenza.

El tema de la radio merece un comentario. Como lo dijo Hernando Téllez Blanco, en un informe de 1952, la radio era «un mal necesario» para todos los colombianos. La prensa escrita, centrada en lo político y lo económico, se había quedado atrás: podía interesar a las elites preocupadas por la página social y los nuevos rostros, siempre dentro del mismo círculo, en los carros oficiales. La radio, en cambio, llevaba al oyente información, propaganda, y variado espectáculo músico-dramático. Era más heterogénea. Más próxima al pueblo: se podían pedir canciones, se participaba en concursos, se vivía vicariamente la vida de las heroínas de radionovela.

Como decía Téllez Blanco: «Más de mil artistas colombianos intervienen en el espectáculo radial de cien emisoras nacionales». Cerca de 5.000 familias colombianas viven de la radiodifusión en todo el país. «104 transmisores comerciales pagan a MinCorreos por derecho de funcionamiento $136.360, sin contar otros gravámenes».
La radio también propalaba, con mayor rapidez, las modas, que contribuían a volver menos rígida y confesional la sociedad colombiana. Un informe de Semana, de diciembre de 1954, sobre esa generación calumniada de los coca-colos mostraba la rebeldía pueril de esos adolescentes, entre trece y dieciocho años, que inspirándose en sus coetáneos de Estados Unidos marcaban un estilo, miméticos del extranjero, pero distintivo en una sociedad gris y uniforme como la colombiana. Medias tobilleras, faldita a cuadros, mocasines y suéter arremangado, eran su uniforme. Sus canciones: Blue Moon, Begin the Beguine y Night and Day. Y sus barrios: Teusaquillo, Santa Teresita y Chapinero. Sus armas: el teléfono, la radio y el timbre, para reunirse en casa de los amigos a organizar «relajitos», fiestas pequeñas de poca gente, donde los coca-colos y las kolkanitas bailaban mambo, bolero, cumbia y blues.

Criticaban a los «chicles», individuos pegajosos; reconocían ya entonces si alguien era «chévere», e inspirándose en las exuberantes actrices italianas Silvana Mangano o Silvana Pampanini calificaban a las niñas como muy «gurres», o sea muy feas, o por el contrario como un verdadero «manganazo». Las canciones mexicanas o la lucha libre eran la base de su repertorio expresivo: «No seas penjano», por no seas tonto, o «Me dio la patada voladora», para mostrar que lo habían rechazado. En fin, que así eran los años cincuenta, ya contaminados por los medios de expresión masiva, ya conscientes del influjo irreversible de la publicidad, ya anhelando que la fórmula bipartidista de compartir el poder para atenuar la barbarie sectaria funcionara; ya imitadores pálidos de la contracultura, como el caso del nadaísmo, al cual se dedicaron los últimos números de Mito (41-42, de junio de 1962), en los que proclamaban muy orondos:
«Yo no era nadie: ahora soy nadaísta».

Volvieron, como hicieron muchos años antes León de Greiff y los panidas, a escandalizar a la parroquia rezandera y negociante de Medellín, y con facilismo creativo y arribismo social se consideraron profetas de una nueva oscuridad, que debía tanto a la marihuana de Porfirio Barba Jacob como a las apresuradas lecturas del surrealismo y la generación beat, en un irracionalismo de segunda mano.
«¿No es cierto que yo parezco un beatnik?», como se preguntaba uno de ellos en el número de Mito. Pero su prosa nunca tuvo la garra acelerada de Kerouac En el camino y prefirieron, en premonitorio respaldo de los gobiernos fuertes y los hombres providenciales, adscribirse a la Tercera Fuerza de Rojas Pinilla y llamar más tarde a Carlos Lleras Restrepo, «poeta de la acción».

Ya Hernando Valencia Goelkel en la propia Mito, en 1961, refiriéndose a Paul Nizan, percibió lo claudicante y acomodaticio de su actitud, disfrazada siempre con falsas rebeldías. Dijo Valencia Goelkel:

«Incluso en un país tan uniformemente conservador como Colombia, las exclamaciones de los nadaístas tienen un tono de trivialidad. Con algún mohín vergonzoso son cómplices de sí mismos y de la sociedad».


1. Juan Gustavo Cobo Borda, «Mito», ensayo incluido en Lector impenitente, México, Fondo de Cultura Económica, 2004.
Ver también Pedro E. Sarmiento Sandoval, La revista Mito, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 2006.

Agradezco a María Fernanda y Armando Vegalara la consulta de materiales para este artículo.

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