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Juicio a la monarquía francesa
Juan Gustavo Cobo Borda

La mañana del 15 de agosto de 1785, día de la Asunción, el cardenal de Rohan, Limosnero Mayor de Francia, ya revestido con sus prendas litúrgicas, se disponía a celebrar la misa en el palacio de Versalles. Demoras y rumores concluyeron con su detención, delante de toda la corte, por orden del rey.
¿Conspiración, alta traición?. Nada de eso. Fue encerrado en la Bastilla por el oscuro episodio de un collar de diamantes no pagado que implicaba a la reina. Entregado a la justicia ordinaria, ni el rey ni la reina midieron las consecuencias de este hecho, ofendidos en su honor. El absolutismo real fue puesto en duda y las torpezas, desaciertos, y soberbia de María Antonieta, una Habsburgo ante todo, terminarían pagándose con su vida. Pero al comienzo, como lo dijo el magistrado Freteau:
“Un cardenal embustero, la reina implicada en un caso de fraude!...
¡Cuánto fango sobre la cruz y el cetro!. ¡Que triunfo para las ideas liberales!”.
Este episodio novelesco, ya tratado por Goethe y Alejandro Dumas, es el motivo de este nuevo y sustancioso libro de la historiadora italiana Benedetta Craveri, amena y sagaz conocedora de la corte francesa y el papel de las mujeres en la misma. Ahora, María Antonia y el escándalo del collar (México, Fondo de Cultura Económica, 2007) dos protagonistas femeninas, en primer plano, ocupan todo el escenario y relegan a los hombres, tan ilusos y necios como el Cardenal de Rohan. Las actrices femeninas son María Antonieta y Jeanne de la Motte, una estafadora sagaz y de indudable talento.
Fijémonos primero en María Antonieta, fiel servidora de la Casa de Austria y convencida de la superioridad de los Habsburgo sobre los Borbones, representados en este caso por el tímido y dócil Luis XVI, quien solo siete años después de su boda pudo consumar el matrimonio.
La simpatía sincera que la reina había despertado entre sus súbditos franceses al llegar a París se había disipado y este episodio invertiría el tono, hasta culminar en “una campaña difamatoria de una violencia sin precedentes, que usaba como arma agresora el lenguaje igualitario de la pornografía” (p. 29). Ella también había contribuido a desacreditar la monarquía de derecho divino con su atolondrado cuñado, el conde de Artois, escapándose de la aburrida corte de Versalles, con sus obsecuentes servidores, a un París, lleno de atractivos y delicias. Amaba la moda y las joyas, quizás como compensación a su soledad afectiva, y trataba con altivez y desprecio al Limosnero Mayor de Francia, que moría por ser reconocido y saludado por su Soberana. Aquí es donde surge Jeanne de la Motte, heredera legitimada de un bastardo reconocido de Enrique II de Valois, rey de Francia.
Su familia había decaído hasta el punto de que la niña tuvo que pedir limosna, apelando a sus orígenes nobles, y un resentimiento y un orgullo sin límites, le dieron a esta abandonada “una energía histérica de inaudita violencia” y una tendencia a la mitomanía de proporciones colosales.
Supo que el cardenal Rohan quería congraciarse con la reina, supo que la reina amaba las joyas, supo que había un collar de diamantes que pesaba nada menos que 2800 kilates y que costaba la vertiginosa suma de un millón ochocientos mil libras, y anudo todo en una trama inverosímil. Insinuó que la reina lo quería, fraguo citas imposibles en los bosques con turbias dobles que pretendían ser la reina, hizo endeudar a Rohan y vendió las joyas sin el menor pudor. Descubierto el pastel, hizo en sus declaraciones visible a un ingenuo y alucinado cardenal, pero lo que no previo es que aristocracia, magistratura y pueblo se unieran contra el trono, perdonando al cardenal “fatuo, irresponsable y corrupto”, pero aburridos ya de la arbitrariedad real, la cual con una sola nota de su puño y letra podía exilar, poner preso o condenar a cualquiera, con la simple firma del “imprudente y obtuso Luis XVI” (p. 68).
Pero la acción de los abogados, que redactaban documentos destinados a ser presentados a los magistrados en nombre de sus clientes, tenía un añadido explosivo: Estos factums o mémoires podían darse también a la prensa.
Entre la detención (15 de agosto de 1785) y la sentencia definitiva (31 de mayo de 1786) se calcula que no menos de 100.000 lectores siguieron la marcha del proceso, sin contar los periódicos extranjeros. Lo allí se escribió, dijo y comento, contribuyo de modo decisivo a erosionar el respeto por la monarquía. Las imprevistas consecuencias de las sentencias, y el trágico destino ulterior de los protagonistas, vale la pena, como en una novela de suspenso, leerlo en la clara prosa de este libro de historia. Incluido el aventurero Cagliostro hay allí todavía bastantes enigmas sin resolver para no disfrutar, tantos siglos después, de este proceso que aun no ha concluido. Este claro y apasionante libro lo mantiene vivo.


©2007