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La mujer en la literatura colombiana
De MARÍA a ROSARIO TIJERAS

Juan Gustavo Cobo Borda

Los personajes femeninos de la literatura colombiana han tenido que decir la verdad, antes que ser figuras ejemplares. Mujeres de tragedia y dolor.

Petrarca vio por primera vez a Laura y se enamoro de ella el viernes santo, 6 de abril de 1327, en la iglesia de Santa Clara de Avignon. Gracias al poeta todos asistimos a la cita y continuamos repitiendo sus versos: “Cuando hallandome yo desprevenido, vuestros ojos, señora, me prendieron“.

Así dos adúlteras célebres, Madame Bovary y Anna Karenina, todavía nos estremecen con lo trágico de su destino. Mientras que la Odette de Proust pasa de cortesana a señora dudosamente respetable.Y la impúdica Molly Bloom desgrana la salacidad verbal de su monologo, a la vez que Lady Chatterley continua sembrando flores en el bosque del pubis de su vital guardabosques.

Cuando estrechamos la óptica y nos fijamos en Colombia, la María de Jorge Isaacs parece cumplir con la habitual parábola nacional que nuestro mejor critico literario, Hernando Valencia Goelkel, resumió así:
“La dicha - el matrimonio, quiero decir - de Efrain y María se aplazo hasta que el llegara a la mayoría de edad. Quienes leyeron la novela de Isaacs recuerdan lo demás: mientras el héroe- y el tiempo - estaba cumpliendo ese requisito, María había muerto“.

La dicha, entre nosotros, no parece factible, se demora, se enreda, se sustituye por compensaciones menores. Pero no es acaso El amor en los tiempos del colera el gran recuento de una pasión terca y empecinada que finalmente triunfa, en la antesala de la muerte, el barco enarbolando la negra bandera de la peste?

Esa terquedad proverbial tiene su origen en Ursula Iguaran, matriarca por excelencia, se remonta al cielo con Remedios “la bella“ o insiste, apasionado e incluso senil, en los lechos clandestinos que de Petra Cotes a Delgadina prefieren el verdadero amor fuera de casa. En la clandestinidad de la prostitución consentida. La Madre o la Puta, pero muy pocas veces la mujer misma en su autónoma plenitud.

Gran frustración

Si no miremos el panteón nacional femenino. Desde la Aura de Vargas Vila, quien contrae matrimonio por conveniencia económica con un anciano, y luego muere de frustración, hasta La Marquesa de Yolombo, de Tomas Carrasquilla, de 1926, donde Barbara, la mujer mas rica de la región minera del titulo recibe su reconocimiento del rey de España, y se casa con Fernando de Orellana, quien la abandona en Cartagena. A raíz de ello se vuelve loca hasta el final de sus días: basta recordar la heroína de Delirio, de Laura Restrepo, para ver como esta tradición perdura.
Pero dos años antes de Barbara Caballero, en 1924, La Vorágine, de Jose Eustasio Rivera, nos sumerge en otra alucinación, esta vez vegetal. La del mundo que lleva a Alicia embarazada a abortar en la selva y a desaparecer en la nada de esa utopia, con crimen incluido. Similar en todo a la mestiza Nina que Cesar Piedrahita bautizara Toa (candela) y con la cual el medico Antonio Orrantia, trasunto claro del autor, tendrá una hija que muere junto con la madre en el parto.

El amor solo factible un momento antes de morir; la locura enclaustrando en su rígida celda; lo precario de las condiciones de salubridad, en el país, ponen a las heroínas de nuestra literatura en posturas limites, frente a un entorno de hipocrita control social. Así lo anuncia en el XVIII Genoveva Alcocer, quien en La tejedora de coronas (1982), de Germán Espinosa, es violada por los piratas en Cartagena y acusada de bruja ante la Inquisición. Quemada en la hoguera a los 90 años se erige indudable símbolo de la mujer que en pos del saber, como sor Juan Inés de la Cruz, topa con el poder, y es vencida por el.

Incluso siglos mas tarde, las tres heroínas de las novelas de Elisa Mujica, Celina, Catalina y Mirza Eslava, siguen padeciendo, desde su origen provinciano, desde sus ideales socialistas, desde su afán por ingresar a la universidad o asumir una vida propia a partir de sus trabajos, la sempiterna muralla de engaños y postergaciones, de seductores baratos y clandestinos abortos. Pero en su caso novelas como Los dos tiempos (1949) y Catalina (1963) derivaron hacia el reconocimiento de que la tradición de la escritura femenina en Colombia, y por consiguiente de sus heroínas, apenas si podía reconocerse en figuras como la madre Francisca Josefa del Castillo y Soledad Acosta de Samper. Había que partir de cero. Por ello la ficción en el caso de Elisa Mujica dio paso al misticismo y a sus libros sobre Santa Teresa de Jesús.

Quizás una de las pocas novelas colombianas donde la heroína despliega una madurez y un dominio de si misma, ademas de las heroínas de García Márquez, sea la Wanda de Alvaro Mutis en La Ultima Escala del Tramp Steamer (1989). Musulmana nacida en Beirut, y de solo 24 anos, Wanda al ser dueña del barco de cabotaje obtendrá su independencia y libertad económica para culminar su educación europea y enamorarse de ese capitán vasco de 50 años, Jon Iturri. Consciente de lo profundo de su pasión pero también de lo efímero y endeble de la misma, ligada a la lenta agonía de ese barco que mas parece surgir del celebre poema de Pablo Neruda, el Fantasma del buque de carga, que de cualquier realidad naviera o comercial. Cuando el narrador, en cierto momento, nos menciona a Tristán e Isolda nos damos cuenta de que Mutis esta intentando conferir un aura mística a esa tragedia humana. De trascender esos encuentros de pocos días, en los puertos del mundo, a una constelación de almas afines, por mas que el capitán vea destrozado su barco en los raudales del Orinoco y ella retorne a la ortodoxia de su raza y religión.

Solo que en nuestro días, y finalmente, Rosario Tijeras, con la vertiginosa visualidad alucinante de su saga de amor y muerte, vuelve a replantearnos el atroz dilema: madres que permiten a sus compañeros abusar de sus hijas menores de edad, para así mantenerlos cerca, en la celda de la sexualidad. Hijas que luego reprocharan a sus madres no esas violaciones consentidas sino el saber y proclamar que con ellas, jóvenes, disfrutaron mas sus enfermos padrastros. Tal la venganza.

Desde aquella niña bien de Cali que termina prostituta, la María del Carmen Huerta de Que viva la música (1977), de Andrés Caicedo, hasta el tiro, bailando, que cancela a la heroína de Jorge Franco, no parece demasiado atrayente el papel de la mujer en nuestras letras. Pero tampoco el país queda muy bien representado. Quizá la literatura haya tenido el penoso deber de decir la verdad mas que erigir figuras que nos convoquen y unan. Que nos hagan sentir como nosotros también vimos el fantasma de Helena sobrevolando las murallas de Troya, aunque ella no estuviese allí y los hombres se mataran, durante una década, por un ensueño colectivo. Tal la fuerte poesía que emana de la mujer.

©2006
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