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Contemporáneos: Ovidio, Seneca, Montaigne

por: Juan Gustavo Cobo Borda

Publio Ovidio Nason (43 a. C -17 o 18 d. C), el poeta romano que había cantado los deleites y engaños del amor, ha sido desterrado por el emperador Augusto a Tomos, en el Ponto (hoy Constanza, en el Mar Muerto). “Morada de los muertos”, “ultimo confín del mundo”: así describe el lugar Pablo Montoya, en su novela Lejos de Roma (Alfaguara, 2008). Ya no canta a su Corina, como lo habían hecho Catulo con Lesbia y Propercio con Cinta.

Ahora vive en la incertidumbre, en los extramuros de un mundo donde no se habla latín, y donde en cualquier momento pueden irrumpir “los peludos guerreros sármatas”.

Las intrigas de la corte por la sucesión, un complot, el haber visto desnuda a la emperatriz Livia, en un ritual pitagórico. No terminara por saber la causa de su desdicha. En todo caso han cesado los tiempos felices, y ahora solo le resta lamentarse, enviar a Roma largas “Epístolas desde el Ponto” a su esposa Fabia, a sus cada vez menos amigos. Epístolas quejosas e intrigantes para recobrar la perdida gloria.

Pablo Montoya, nacido en Barrancabermeja en 1963, y educado literariamente en Francia sabe muy bien los riesgos de la novela histórica, pero en este caso los resuelve con sensatez. Una voz, que en breves capítulos, asume el desarraigo, y registra la metamorfosis del poeta ya maduro y cansado.

“Soy otro y ese otro es el que escribe. El exilio oscurece pero al mismo tiempo ilumina. Aplasta pero nos torna irónicos o sabiamente rencorosos en la derrota” (p. 132).

Comprende también que un imperio es muy diferente contemplado desde el centro que desde la periferia. La paz romana para muchos pueblos no es más que “espanto y fuga”. Escenas atroces de tortura que repiten, hoy como ayer, un fatigado horror. Y el aprendizaje de que la poesía “es la palabra del desplazado, la del desarraigado y la del marginal. Y sé que es en la total renuncia donde es posible tocar el secreto del poema” (p. 135). Tal la dadiva que le ha otorgado el exilio.

Pero también ciertos diálogos con el regente que encarna al imperio en esa remota frontera, con un comerciante y su hija Emilia, proveniente de Efeso, que se convertirá en su amante, le revelaron otras dimensiones de sí mismo. Ceguera del amor, equívocos de la admiración. Luchas fratricidas, sombras que entierran otras sombras, y luego desaparecen, tras agitarse en vano. La melancolía torna más aguda la mirada y más descarnado el balance.

Más remotas las siluetas que la distancia distorsiona. Ni la música estricta de la geometría, ni la armonía de las esferas, curan el desamparo. Ovidio está solo, mirando la muerte.

El logrado tono de la obra, su madura sobriedad, me lleva a preguntarme por que algunas de las más certeras y despojadas obras de la nueva narrativa colombiana abjuran de un presente sórdido y reflexionan sobre el hoy a partir de la lectura del ayer. Pienso en Enrique Serrano, también nacido en Barrancabermeja, en 1960, y autor de los muy logrados relatos de La marca de España (1997) donde Seneca, por ejemplo, recibe la orden de suicidarse de parte de un Cesar enloquecido por el poder. Un Cesar, Nerón, que fue su discípulo y quiso ser poeta. O Juan Esteban Constain, con Los mártires (2004), quien desde Popayán, conversa de tu a tu con Quevedo y Chateaubriand, y asegura que no vale la pena “defender a alguien, o a ‘algo’, que lo obliga a uno vivir tiempos infames” (p. 39).

En todo caso, y sabiendo que todo nuevo libro proviene de viejos papeles, es reconfortante saber que estos autores no hacen mucho caso ni de tetas ni de sapos y prefieren un saludable y siempre vigente anacronismo. El mismo que ha llevado a Jorge Orlando Melo a traducir y presentar, con lucidez encomiable Dos ensayos sobre educación de Miguel de Montaigne (EAFIT, 2008). Reconforta constatar que Ovidio, Seneca o Montaigne todavía son nuestros contemporáneos.

Basta tan solo con leerlos.

©2008