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Luis Zalamea: memorias de un diletante



Juan Gustavo Cobo Borda

En 766 páginas Luis Zalamea, nacido en Bogotá en 1921, nos ofrece sus memorias. Memorias que arrancan de ese pueblo grande, de 500.000 almas donde imperaba "la hora del campanario y la tristeza". Y que buscan reconstruir su trayectoria en una muy lograda primera parte hasta el emblemático 9 de abril de 1948, ateniéndose al orden cronológico.

Luego apela a un segundo elemento: "el tiempo existencial", donde mezcla, recorta y funde épocas y personajes, para prolongar su recuento hasta el 2008. Hay también otra secuencia, que califica de "apocalíptica", que tiene más de actualidad periodística, la caída de las Torres Gemelas, la preocupación ecológica, proveniente, quizás, de demasiadas horas frente a las búsquedas en internet que a su propia intimidad, en un Miami, cercano al exilio cubano, no demasiado llamativo.

Bogotá, esa ciudad inicial que llama "taimada, tristona y aburrida", fue, en definitiva, la que lo forjó, calificándose a sí mismo con excesiva frecuencia como inconstante, indeciso y diletante. Un hombre, de piscis, hipocondriaco y ciclotímico, que parece oscilar entre contrapuestos intereses. La buena vida y la buena mesa y los trabajos mercenarios para subsistir. El mundo de la publicidad, las relaciones públicas y el turismo con el sueño, tantas veces postergado, de entregarse de lleno a una vocación literaria, que soñó desde su infancia. Vocación, en todo caso, que fue desgranando en cuatro libros de poemas y tres novelas, una de ellas en inglés. Un idioma, por cierto, que sería su tabla de salvación cuando muy joven, y huérfano, viaja a EE UU para estudiar, bajo la protección de su hermano Alberto, homosexual y periodista de la United Press.


Pero hay otro factor que debe tenerse en cuenta, y que estas memorias resaltan: el progresivo declive de la estirpe Zalamea que hasta 1919 vivió en el costado norte de la Plaza de Bolívar, hoy Palacio de Justicia, en una mansión de tres pisos estilo francés, donde despachaba la ferretería de Zalamea Hermanos. Núcleo idílico, donde la carne llegaba del mercado envuelta en helechos fragantes y el arribar al mundo, 16 años después, de su hermano Jorge Zalamea, el escritor por el cual demuestra una admiración irrestricta, su nacimiento sería comentado por su padre, Benito Zalamea López, en estos términos:


"Y yo pensando que ya se me había agotado el crédito en París". Ese mundo de frases y actitudes, de hipocresía y honradez, de prejuicios de toda índole (raciales, sexuales, religiosos), desaparecido sin remedio, y donde un gerente de banco ganaba 200 pesos y la casona de la Plaza de Bolívar termina rematada en 20.000 pesos, es aquel que las memorias captan mejor, entre el dolor de la nostalgia y la precisión de las anécdotas que aún subsisten.


La historia de empresarios que importaron la primera prensa de imprimir a vapor que llegó a Bogotá y que mandaban a fabricar en el exterior los puñales, cuchillos y machetes grabados con su nombre que vendían en su negocio puede resumirse en este párrafo: ello "dio origen a un dicho popular entre ruanetas y hampones: ‘Se lo metió hasta donde dice Zalamea Hermanos” (pág. 37). Este niño bogotano consentido, pasaría 8 años en EE UU, estudiando, no concluyendo su carrera, haciendo periodismo, y buscando a toda costa una iniciación sexual, que las gringas conceden con gimnástica displicencia y que quizás solo algunas colombianas, aparentemente muy señoras, logran llevar a la gozosa plenitud, con pecado, malicia y culpa, en dosis deleitables. Donde nunca el amor puede formular su nombre sin ampararse en la clandestinidad. Casado con una hija del célebre profesor Bejarano, adalid en la lucha contra la chicha, varios incidentes y situaciones de marido infiel resultan aliviados por su cínico buen humor.


En todo caso, el capítulo del 9 de abril de 1948, de retorno a Colombia, y acompañando a su hermano Jorge en el alucinante peregrinaje por una ciudad de sombras, luego de los incendios, saqueos y francotiradores, cierra este primer tramo de una vida, consciente de las desigualdades, injusticia y violencia que regían la sociedad a la cual, como vemos ahora, pertenece sin remedio.
 Vendrán luego los 14 años como funcionario de la Secretaría de las Naciones Unidas, de 1948 a 1962, y su final estadía en Miami, hace ya cuarenta años, donde su nueva condición de crítico gastronómico le permite reivindicar el hedonismo de una generación que al ingresar al acelerado mundo de la comunicación veía cambiar todos los valores con celeridad imparable, y para contrarrestar, en mínima parte, tal caída solo tienen consigo los buenos recuerdos de Teodoro Roosevelt, una receta clásica y quizás la soledad de quien en el hospital o en la biblioteca, a la madrugada, combate con la memoria, siempre recordándole, como en el poema de Rubén Darío, "el reino que estaba para mí".


Juan Gustavo Cobo Borda

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