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La generación sin nombre: una memoria



Juan Gustavo Cobo Borda

Jorge Zalamea, Marta Traba, Manuel Mejía Vallejo, Feliza Burztyn, Patricia Ariza, Fanny Buitrago, Eduardo Umaña Luna, Ramón Pérez Mantilla, Eugenio Barney Cabrera, José Stevenson, Augusto Rendón, Nirme Zárate, Helena Araújo y Álvaro Fayad, entonces estudiante de sicología de la Universidad Nacional, fueron algunas de las 70 personas que firmaron el manifiesto contra Gonzalo Arango, el 18 de abril de 1969.

Lo descalificaban para juzgar como jurado a la nueva literatura colombiana de entonces, pues sus intereses estaban más del lado de respaldar militares como Gustavo Rojas Pinilla, que de la literatura propiamente dicha. Héctor Rojas Herazo, que había sido jurado del concurso nadaísta de novela, donde se premiaron obras de Pablus Gallinazo y Humberto Navarro, había advertido sobre las malas artes de "manipulador ilusionista" con que Arango había enredado el asunto, en pro de los miembros de su secta.

Pero los más sorprendidos con el inesperado respaldo, tan amplio, eran los promotores del manifiesto. Un grupo de poetas, casi todos ellos universitarios, y de muy variadas regiones del país, que se iniciaban por entonces, delimitando fronteras con los nadaístas. Se trataba de Darío Jaramillo Agudelo, Álvaro Miranda, Henry Luque Muñoz, Augusto Pinilla, Elkin Restrepo, José Luis Díaz Granados y Juan Gustavo Cobo Borda, entre otros. Han pasado 40 años desde entonces y es evidente que el nadaísmo no terminó por cuajar en algo perdurable, a nivel literario, sino en una agitación estéril, que recicla cada cierto tiempo sus consignas contestatarias, para mantenerse en las revistas y periódicos. No hay ninguna novela nadaísta de interés, y en la poesía, salvo en algunos ocasionales poemas de Jaime Jaramillo Escobar, el panorama es igualmente desolador.

Este fracaso parece hacer suyo el recurrente drama colombiano, donde una eclosión juvenil atrae y cuestiona, para apagarse luego en la intrascendencia. En la efímera columna de periódico o en prestarse para tratamientos fotografiados de trasplante de cabello. En todo caso, Gonzalo Arango, fiel a su ideario rojaspinillista terminó escribiendo sermones sobre Cristo y Bolívar, en estilo próximo al jipismo de la paz, la flor y el amor cósmico.

Tercos, al aferrarse a su limitada parcela creativa, la generación sin nombre fue configurando un corpus en poesía y también en novela que bien puede repasarse: allí están las Cartas cruzadas de Darío Jaramillo, La risa del cuervo de Álvaro Miranda, las prosas libres de Elkin Restrepo en El falso inquilino, y las novelas de José Luis Díaz Granados, Las puertas del infierno y las de Augusto Pinilla, como La casa infinita.

Pero lo revelador, tantos años después, es medir la profunda intrascendencia que la literatura tiene en la vida nacional. Los reconocimientos críticos que la "generación sin nombre" hizo de figuras como García Márquez, Aurelio Arturo y Álvaro Mutis contribuyeron a despejar un terreno donde se pretendía sorprender, como intentaron los nadaístas, con un surrealismo trasnochado y la contracultura norteamericana de entonces. Y la lectura mimética de Nupcias (1938) de Albert Camus y El mito de Sísifo y El hombre rebelde. Pero la vida nacional no se transformó bajo dichos influjos. La píldora, la droga, el rock, los medios de comunicación, la universidad, el feminismo, la descolonización, entre otros, marcaron más la época que las diatribas de Gonzalo Arango en contra de García Márquez o Jorge Zalamea.

No sin cierta melancolía he repasado estos avatares, al componer la cronología de la selección de poemas míos que Norma ha publicado en la Colección Cara y Cruz con el título de La patria boba. Ya hay una larga distancia temporal de aquellos sucesos iniciáticos, pero Colombia parece mantenernos atrapados en un vasto pantano de recurrente violencia y postergados ímpetus. Cuando el historiador Eduardo Posada Carbó nos recuerda que entre 1958 y 2007 hubo 709.000 homicidios parece muy poco pertinente hablar de poesía y generaciones literarias. Pero sin ellas tampoco es posible reconocer un país. Y cambiar de tema en estos tiempos de "alias y jueces", interceptaciones telefónicas y falsos positivos, que implican cadáveres, eso sí, dolorosamente reales



Juan Gustavo Cobo Borda

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