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Machado de Assis, 100 años de una mente muy viva


Juan Gustavo Cobo Borda

Latina y de toda la lengua portuguesa. Y una mezcla fascinante, en novela, de memorialista, ensayista y autor de ficciones. Su vigencia moderna es enorme y está, por lo tanto, destinado a ser redescubierto, releído, reexaminado a cada rato, a cada vuelta de camino”. Así concluía Jorge Edwards su libro sobre Machado de Assis, el gran autor brasileño, en el 2002. Ahora, con motivo del centenario de su muerte, vale la pena comprobar cuán vivo está.


Joaquín María Machado de Assis (1839-1908). Mulato de Río de Janeiro que bajaba del “Morro de Livramento” a vender conservas de coco en el centro de la ciudad. Su padre, negro, era pintor de paredes, su madre, nativa de Portugal, era lavandera. Tartamudo y epiléptico, escribió teatro y crítica de teatro, poesía y ensayo, centenares de cuentos y siete novelas. Es, no hay duda, el más importante escritor del siglo XIX en portugués y en español también. Entre Cervantes y Benito Pérez Galdós el terreno es tan yermo como lo es Castilla. Autodidacta. Se inició aprendiendo francés con Madame Gallot, dueña de una panadería. Frecuenta la librería de Paulo Brito y en 1856 entra como aprendiz de tipógrafo a la Imprenta Nacional. Más tarde, al ingresar al “Correo Mercantil”, cubrirá los debates en el Senado e iniciará una mansa y sin altibajos carrera de burócrata, en el Ministerio de Agricultura. No es de extrañar que muchos de sus cuentos y novelas estén salpicados de agudas observaciones sobre ambiciosos que se afanan por ingresar a la burocracia y cambios en los personajes, determinados por el ascenso y caída de fugaces ministros.


Durante su vida concluye la monarquía de Don Pedro II y nace la república del mariscal De Fonseca, en un país donde solo en 1880 es abolida la esclavitud. Por ello su liberalismo progresista, su anticlericalismo en pos de una modernización burguesa, que lo lleva a escribir un exaltado canto a los méritos de la revolución mexicana, se ve contrapesado por su fino equilibrio en la conservación literaria de un mundo que se extingue, en apariencia: el de las grandes casas de propietarios rentistas, con sus agregados y sus esclavos, sus hijas casaderas al mejor postor y sus herencias siempre mal repartidas, con dolor y saña. 


Como lo dice Robert Schwarz todo ello alude a “la persistencia de grandes familias rurales de la colonia en las condiciones de la ciudad y de la europeización del 800”. El ideal de una sociedad compuesta de individuos libres y responsables –“orden y progreso”, como reza el escudo de Brasil– que sin esclavos ni dependientes, ideal infuso de la sociedad burguesa europea, con la cual la sociedad brasilera no tenía cómo medirse, salvo al precio de saltar fuera de la actualidad y ante la cual ella aparecía como errada. Por ello la narrativa de Machado, sistemáticamente equívoca, muestra siempre la fascinación y la condena del orden patriarcal, en una perpetua ambigüedad, tan culposa como asumida, por esas formas de vida caduca.

Cuando Europa es naturalista y América sigue romántica, la narrativa de Machado se torna psicológica e introspectiva. Ya no la salvaje naturaleza y sus aborígenes bravíos. Apenas funcionarios, profesores, médicos y abogados. Y curiosamente una franja muy notoria de orates y locos, que se preguntan si no es la vida, en definitiva, una insania donde nunca sabremos qué tan ciertas son las cosas que nos rodean. Como en su magistral texto El Alienista (1882) donde la Casa Verde que rigió el alienista como prepotente dictador deja de ser casa de salud en la que todos caben para finalmente convertirse en refugio donde Simón Bacamarte será su único habitante. El médico que diagnostica es el paciente que a sí mismo se encierra: él también puede creerse, como sucede con otros personajes de Machado, igual a Napoleón III, ir a la luna o a montar uno de los descendientes de los caballos que estuvieron en Marengo.


Quizás por ello Carlos Fuentes en un texto del 2001: Machado de la mancha, lo adscribe a esa tradición de la mancha –Cervantes, Sterne, Diderot–. En contraposición a la tradición de Waterloo –el realismo de Sthendal y Balzac–.

Cuando Rubión, en Quincas Borbas, se declara a Sofía, hablará de la luna y las estrellas, de la luna solitaria y las estrellas que son sus ojos. Ese arrebato lo desconcertará incluso más a él que a ella, pues cae preso del mismo engaño del cual se burla. Quizás ello puede adscribirse a nivel biográfico, a quien convertido incluso en escritor de moda, ha aprendido todas las virtudes del camuflaje y a incorporar hasta el fondo, todos los gestos de la gente decente, sus rituales y ceremonias. Burla de la sociedad donde ya es figura, y de sí mismo, en oscura ironía corrosiva, por su afán finalmente baldío de ser alguien: Presidente de la Academia Brasileña de Letras.


Pero el carácter doble de todo acto humano: lo que creemos esplendor se convierte en ruina, la salud plena puede ser augurio de enfermedad mortal, el absurdo que parece instalarse en medio de nuestros planes mejor elaborados, y la traición, que con garras y dientes, acecha en las sonrisas más seductoras, son algunos de los más recurrentes núcleos temáticos de Machado de Assis. Ellos adquieren una concreción inolvidable y única en un cuento como Un hombre célebre de su libro Varias historias (1896), donde un músico, que siempre sueña y trabaja para, si no emular, sí por lo menos estar cerca de Mozart, Chopin y Bach, ve cómo todos sus sueños resultan aún más irrisorios al convertirse en un célebre compositor de polkas que toda la ciudad elogia, canturrea y baila. Polkas que a él no le cuestan ningún trabajo. Salen frescas, e inolvidables y, son arrebatadas por el público.


Pero el idealismo de este artista, en la soledad de su refugio, circundado de efigies inmortales –Cimarosa, Beethoven, Shumann– contrasta con la eficaz superficialidad de los empresarios que le encargan las polkas, y se lucran con ellas.
Dos caras del mismo tema. Dos rostros de una lucida desilusión, la de pensar que la razón y la ilustración que nos hará mejor y menos áspera la vida, hará perder también el encanto sugestivo y misterioso de esos orígenes oscuros que nos determinan. Que nos obligan a mirar con ojos sesgados y críticos todos los valores, incluso los de la creación misma. 


De esta dualidad perenne entre ironía y agudeza crítica se nutre su obra toda, como sucederá con las Memorias póstumas de Blas Cubas (1880) sobre la cual dirá Susan Sontag en 1990: “es acaso uno de esos libros de sensacional originalidad, radicalmente escépticos, que siempre impresionarán a los lectores con la fuerza del descubrimiento personal”.


Juan Gustavo Cobo Borda
©2014