coboborda.org
/ensayos
   

Repaso páginas de Tomás Rueda Vargas y Alberto Lleras Camargo: La Sabana


Juan Gustavo Cobo Borda

 
En la mañana la niebla desdibuja árboles y contornos dejándonos con una sensación de enérgica frialdad. De aliciente para iniciar el día. La casa se poblaba entonces de rumores desde su corazón ya ardiente: el horno de leña donde las olletas de chocolate, la mesa blanca de las almojábanas y los huevos con cebolla y tomate entonaban el primer contrapunto de su ópera gastronómica.

Pero las casas de la Sabana ya habían iniciado su vida mucho antes: un vaso de jugo de naranja y un tinto bien cargado incluso con su chorro de licor para quebrar así lo helado de la madrugada. Mundo de amos capaces de salir al alba y de peones que ensillaban en las sombras. Casas de anchos corredores y cuartos discretos, con techos altos, y botas, rebenques y algún zamarro.

Con esteras y cobijas de lana y ventanas abriéndose sobre la gloria de patios empedrados, vivos de perfumes y de colores. Gente de campo, preocupados por el ordeño y lo que el almanaque Bristol dijera sobre lunas, inviernos, aguas y fechas para sembrar y recoger, trátese del maíz o de la cebolla y la papa.

Entretanto, la luz, con dulce insistencia, perfila un poyo, una columna, un arco, la fuente que canta su melopea inagotable. Así, casi sin darse cuenta, todo recobraba su ser y reanudaba su vida legendaria: la que había jalonado la historia, desde Jiménez de Quesada hasta la hacienda Hierbabuena, del señor Marroquín, y sin olvidar nunca los entierros de indios y esa tribu nueva de áspera cabellera y resistencia inaudita para las faenas demoledoras. El mestizaje, con habas y cubios, había engendrado una fuerte raza, de inverosímil pobreza y siempre teñida con los colores de la tierra que le era tan próxima. Sobre ella dormían, adentro de ella sembraban, en ella eran enterrados.?

Blanco de los muros, negro del humo de la estufa tiznando rincones, el rojo musgoso de las tejas y una austeridad escueta: paila de cobre, plancha de carbón, legendario reloj detenido en siglos remotos. No había lujos, la funcionalidad apenas de hombres a caballo, que arriaban ganado, entre un torbellino de perros impacientes.

Pocos libros y descontinuadas secuencias de revistas como las amarillentas Cromos que solo un ocioso repasaba, de vez en cuando. Así, la plúmbea monotonía apenas si la rompían los estallidos de la leña fresca de la chimenea y la anécdota de cuando Bolívar pasó una noche fugaz o fueron asesinados los tíos del poeta José Asunción Silva.

Nítidas en su perfil hispánico y en sus bardas de barro americano contra los cerros de la Sabana o fragmentadas a la vista entre los sauces de algún recodo del río, las haciendas conformaban un microcosmos propio, aquel que Tomás Rueda Vargas y Camilo Pardo Umaña censaron con amorosa dedicación en las páginas de sus libros, como lo hizo también Alberto Lleras en Mi gente. Tierra fría y niebla celeste. Ruana y alpargata: el padre de Germán Arciniegas fue administrador de una de ellas y quizás de esos aires puros provenga la mente despejada con que el joven Arciniegas renovó la historia colombiana como una maliciosa charla vespertina de entre casa. Por su parte, Nicolás Gómez Dávila siempre supo, a partir de su legendaria Canoas arruinada por los fétidos aires del progreso, como tener campos y perder la vista en el horizonte ayuda a meditar desde una base concreta y sana. Afilar mejor inteligencia y ojos.

A reconocerse como un hombre con alma campesina, para el cual todo tenía dimensiones humanas, desde las longanizas y mogollas de Soacha hasta esa capilla que renovó en aquella antigua casa de jesuitas, poniendo en el amplio descanso de la escalera un fragmento de coro de monjas. Montar a caballo y admirar la cosecha de trigo, y ver, antes del 9 de abril, los venados que efectivamente salían junto con el sol que llevaba su nombre. Las tropas acantonadas en las inmediaciones acabaron con ellos, del mismo modo que la revolución industrial ensució con malolientes emanaciones el río Bogotá y lo que era un mundo agrícola paternalista se volvió un desangelado suburbio, donde asesinan a Galán y ya nadie puede dormir en las haciendas por temor al secuestro.

Así que mi elegía por estas vastas casas se impregna tanto de lo vivido como de lo escuchado. Las palabras serán siempre insuficientes para ese milagro cotidiano que es amanecer en la Sabana. En una hacienda de la Sabana, el rocío matutino impregnándonos el tacto y el alma. Así lo volví a sentir al repasar páginas de Tomás Rueda Vargas y Alberto Lleras Camargo.


Juan Gustavo Cobo Borda

©2014