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Álvaro Castaño Castillo: Para la inmensa minoría


Juan Gustavo Cobo Borda

Benedetta Craveri ha escrito otro libro fascinante. Un libro sobre los esplendores y las sombras con que las mujeres, en Francia, podían compartir fragmentos del poder, pero nunca el poder pleno: la Ley Sálica hacía que las mujeres estuvieran “excluidas de la sucesión al trono y la misión de asegurar la continuidad dinástica estaba reservada a la descendencia masculina” (p.18). Pero salvo este riguroso impedimento jurídico, qué historia única la de estas esposas legítimas del rey, de estas concubinas que soñaban con ser reinas o de estas regentes, como Catalina de Médicis, que durante 30 años, por lo menos, fueron en realidad reinas, debido a la menor edad de sus hijos o a la muerte de los mismos. Qué duda cabe de que tuvieron las riendas en su mano; y qué hábil capacidad de maniobra, en medio de las procelosas aguas de la política, ellas que solo debían engendrar hijos y manejar apenas los asuntos del hogar. El proceso resulta aún más singular, si pensamos en ellas como en lo que en realidad eran: simples peones dentro de un tablero inestable donde se jugaba el poder.

Sus matrimonios, sin consultarlas, se arreglaban de acuerdo con los intereses de las dinastías. Y debían preservar su virginidad, compartir el lecho con algún delfín, que en ocasiones no olía muy bien y tenía picados los dientes, y quedar prisioneras de una corte en ocasiones hostil, en medio de un país presumiblemente extranjero.

Por su parte, las amantes y concubinas que de humillaciones y trapacerías sufrieron para casarlas con­ complacientes maridos cornudos, llevarlas de un lado a otro en el nomadismo de la corte, y rendirle pleitesía a la legítima, sin un escabel para sentarse en las agotadoras funciones, y en muchos casos tan embarazada ella de un bastardo como la reina de un heredero legítimo. Este libro es memorable, lo repito, porque en muchos ca­sos la sordidez de estos episodios incómodos es transpasada o por el desprendimiento apasionado como por el egocentrismo más absoluto. Aquel de quien, rapaz e insegura, solo busca construir un­ refugio decoroso cuando la belleza se esfume y el monarca tienda sus ojos hacia un nuevo capricho.

Quedan entonces las imágenes inolvidables: Diana de Poitiers, la gran senescala, que de 36 años toma un amante de 17, el futuro Enrique II, y se convierte en Diana cazadora, diosa del Olimpo y mito de la poesía y la pintura.


O Catalina de Médicis, esta florentina que combinaba la maquiavélica astucia de su clan, ducho en el puñal, la traición y el veneno, con el apoyo generoso a las artes. Entre la intolerancia de los católicos y la intransigencia de los protestantes, ella tenía que tejer hilos de unión o cortar por lo sano.

No nos olvidemos que el rey era “el ungido del Señor” y que con su poder podía disponer de vidas y bienes. Enviar a su madre a un exilio de la corte, en un remoto destillo de provincia; o suspender incluso los medios de subsistencia a una favorita caída en desgracia.


Pero ese poder absoluto del rey también era controlado en cierta forma por su propio destino. Por más cartas y joyas que diese a sus favoritas, sultán en un harén, en el momento decisivo debía prescindir de ellas, ante la boda por conveniencia. 

No es de extrañar entonces la superlativa curiosidad que este libro despierta por la etiqueta de una corte donde todo, desde el amanecer hasta la noche, estaba pautado, con su preciso ceremonial, y la forma como en ese rígido esquema se insertan febriles o cínicas las pasiones humanas.


Podían intentar huir de su prisión sea mediante el amor o gracias a la religión, como la amante oficial de Luis XIV, la Duquesa de la Valliere, quien ingresara al convento luego de despedirse del mundo, incluida su aparente rival, la reina María Teresa de Asturia, quien ante ese público arrepentimiento confesó haberla perdonado hacía mucho. Cuánto pensaría en todo ello los 36 años de penitencia que sobrevivió en su celda.

En una corte donde predicaba Bossuet y se representaban las obras de Racine se encarnaba, sin lugar a dudas, el gran teatro del mundo, en su mayor esplendor y sus más brutales miserias.


También allí cada cual representaba un pa­pel, hasta el punto que la muerte debía ser público y motivo para la edificación de la corte y el pueblo. Si en vida las reinas debían ostentar una virtud por encima de toda sospecha ella garantizaba la legitimidad de la descendencia, como precisa la autora al morir debían cerrar un ciclo vital, donde solo la benevolencia del monarca les había dispensado un cierto margen regulado de aparente libertad.


En este teatro, como hemos visto, donde era más determinante la etiqueta que la moral, todos eran muy conscientes del papel que representaban.


Desde el rey, en tantos casos solitario en su desamparo de huérfano, también él sometido a maniobras de tutores y confesores, pasando por maridos cornudos que podían o no medrar gracias a los buenos oficios de sus mujeres, hasta llegar al pueblo mismo que sentimentalmente en ocasiones, terrible en otras, bien podía reírse de esta farsa.
Pero cuando el pueblo se aburría de tales excesos bien podía injuriarlas, degradarlas, arrastrar su cadáver por el polvo y servir sus restos en una olla popular. Versalles, el teatro de Racine y Moliére, las fábulas de La Fontaine, las máximas de Rouche Foucald o las cartas de Madame de Sevigne parecían el justificativo artístico de tantas vidas, un día abrumadas de gloria, al otro despreciadas con saña. Pero también este libro tan ameno como erudito nos revela cómo una Francia racionalista y cartesiana recurría, con harta frecuencia, a los síquicos del momento. Magia, superstición, filtros de amor, misas negras, abortos. Aquí están las dos caras de la mujer y el hombre, girando en torno a ese astro mayor que fue Luis XIV, el mayor soberano de Europa.


Solo las que lograban ingresar a su corazón, después del rey haberse deslizado en su lecho, podían ejercer un cierto y dulcificador reinado sobre ese ademán despótico por educación o por el asentamiento sumiso de todos sus cortesanos. Estas favoritas suavizaron la crueldad inherente al mando y dieron encanto inextinguible a una corte que aún brilla en leyendas, castillos, teatro y películas. Sí, llegaban desde la pobreza y los extramuros de la corte a conquistar el poder pero sus armas, en muchos casos, no fueron más que el ingenio, la gracia, la agilidad en la respuesta, la atracción sexual, la juventud y un espíritu capaz de seducir cada nuevo día a hombres que solo animaba  la pasión sangrienta de cazar un jabalí, en sus bosques sin límites. Qué triunfo, en la definitiva, de la cultura encarnada en las mujeres sobre el hombre cazador y guerrero. Tal el poder de las mujeres que este libro recuerda con lucida inteligencia.


Juan Gustavo Cobo Borda

©2014