coboborda.org
/ensayos
 


INAUGURACION MEDIATECA MACONDO
PARQUE CULTURAL DEL CARIBE

Juan Gustavo Cobo Borda

Fernando Botero afirma que arte es lo que está en los museos. Por su parte Borges concibió el universo como una biblioteca. Aquí, en este Museo del Caribe se conjugan estas dos realidades, en torno a la figura de Gabriel García Márquez y a esa vasta geografía cultural que va desde el golfo de México a Salvador de Bahía, e incorpora puertos, fortificaciones, archipiélagos e islas, y que bien podemos perfilar en figuras, música, comidas, razas y costumbres, que nos son tan entrañables como los cubanos José Lezama Lima y Alejo Carpentier o Jorge Amado, por citar sólo tres. A los cuales añadiría a Germán Arciniegas y su Biografía del Caribe y a Juan Bosch y su libro De Cristóbal Colón y  Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial . Juan Bosch, en Caracas, dictó un curso sobre el cuento que tuvo un oyente muy interesado. Se trataba de Gabriel García Márquez. Este alumno aplicado le pediría, en 1981, que escribiera la solapa de su nuevo libro Crónica de una muerte anunciada. Tales los lazos que se tejen en el Caribe.

Pero lo decisivo es reafirmar, desde el mirador privilegiado de Barranquilla y desde la vasta selección de  la obra de García Marquez en todos los idiomas y de muchos de los innumerables libros que ya se han escrito sobre sus libros, la perspectiva universal que ellos nos abren en todas las direcciones.

Estamos en el 11 de agosto de 1938. La colección se llama "La pajarita de papel" y la dirige Guillermo de Torre. La publica Losada en Buenos Aires y el prólogo y la traducción directa del alemán la hace Jorge Luis Borges. Se trata de La Metamorfosis de Franz Kafka y de otros relatos. En el prefacio hablará Borges de un padre que menosprecia e incluso tiraniza a su hijo, y como de ese conflicto, el mismo Kafka declara que procede toda su obra. Y ella, según Borges, estará regida por dos obsesiones: La subordinación es la primera, el infinito es la segunda. No resisto la tentación de citar a Borges “para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos,  un emperador infinitamente remoto en el tiempo y  el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente una muralla infinita que da la vuelta de su imperio infinito”. Ya estamos atrapados, ya caímos en la trampa, ya el laberinto de la literatura se ha cerrado sobre nosotros como le sucedió a García Marquez  en la pensión bogotana de 1948, al leer lo que le había pasado a Gregorio Samsa al despertar en la mañana  convertido en insecto.

Borges ya lo había tranquilizado en el prefacio:

“El pleno goce de la obra de Kafka-como el de tantas obras- puede anteceder a toda interpretación y no depende de ellas”.

Son éstas las mismas cuestiones que en la Cartagena de aquellos años debatían los tres amigos Gustavo Ibarra, Héctor Rojas Erazo y Gabriel García Marquez, al leer, por ejemplo, Antígona o el Edipo Rey, preguntándose cuál ley debe imperar: La ancestral de los dioses o la más reciente de los hombres. Antígona, en la que una mujer muere por enterrar a su hermano y el hijo del rey, enamorado de ella, también sucumbe. La libertad de la persona ante un estado omnipotente que nos cerca, nos vigila y nos asedia en nuestra casa, ofreciéndonos las letales y esclavizantes ofertas novedosas del mercado, por teléfono. O la novela perfecta de aquel detective, ya sin ojos, que descubre que él mismo es el asesino de su padre y el marido de su madre.

Gustavo Ibarra,  lector de Sófocles, quien les pasa el dato a los amigos, será abogado de aduanas y ante todo poeta. Poeta del mar, el cual le diría:

“Metidos en ti por siempre somos tus ahogados”.

Y como poeta, cabal poeta,  también  celebra a la misma poesía en sus poemas:

“No es necesario-ni siquiera conveniente- que todos los poetas que lo merezcan pasen a la historia. Lo importante es que la historia / pase a través de ellos”.

En el caso de Gustavo Ibarra, poeta católico, la historia tomó la forma de  la historia del cine y su revista Criterios de Cine, cuyo primer número data de enero de 1977, con sus reposados ensayos sobre Bergman, Buñuel o Passolini lo vuelve a  unir a  su amigo García Marquez, casi cuarenta años después. Recordemos que la nota clave al respecto de García Marquez se publica por supuesto  aquí, en El Heraldo de Barranquilla el 16 de octubre  de 1950 al reseñar Ladrones de Bicicletas, de Vittorio de Sica. Historias de gente común y corriente. De gente pobre, realizadas con técnicas elementales y directas, que contribuyen a destacar lo humano en sus personajes, tal como sucederá con El Coronel no tiene quien le escriba, terminada en París en enero de 1957.  Tal lo fascinante de la memoria inherente  a la biblioteca donde el tiempo se preserva en páginas de papel que sí envejecen-salitre, comején, moho y polilla-pero cuyo sentido se mantiene fresco y renovado, a la espera del futuro lector que los reviva.

Revivo ante ustedes el estremecimiento de hace pocos días cuando leí “Una Rosa para Emily" de William Faulkner en la traducción de José María Valverde.

Allí estaba el coronel Sartoris que en un día de 1894 había dispensado de pagar impuestos a la señorita Emily con “un enredado cuento”. “Y ahora la señorita Emily se había ido a reunir con los representantes de esos augustos nombres que yacían en el cementerio adornado de cipreses entre las alineadas tumbas anónimas de los soldados de la Unión y la Confederación que cayeron en la batalla de Jefferson”.

La casa desmoronada y la mujer que envejece y en contadas ocasiones se asoma a la ventana, con la luz detrás suyo, iluminándola y dilatando su sombra. Oigamos esa historia y leámosla con la misma empatía y conmoción con que la leyó García Marquez al pensar en Aracataca, el Macondo original.


“De vez en cuando la veíamos en una de las ventanas de abajo-evidentemente habría cerrado el piso de arriba de la casa, como el torso tallado de un ídolo en un nicho, mirándonos o no mirándonos, sin que supiéramos nunca qué. Así pasó de generación en generación –querida, ineludible, impertérrita, tranquila y perversa”.

Cinco adjetivos de donde nace Juan Carlos Onetti,  en donde ya asoma Gabriel García Marquez. Solteronas que también enclaustradas entre polvo y escombros, pero todavía con fuerza en las manos para empuñar una escopeta y dispararle  al demonio mismo o al judío errante.

Tales los cruces vertiginosos  entre los cuentos de la calle y el mercado, con el sabor y el bochorno y las muchas horas lentas de encierro y soledad silenciosa, en que se arman las novelas. Se estudia y se compenetra uno con su mundo y las facetas de su cultura. Con su herencia familiar y con las muchas gentes que llegaron hasta estas playas hospitalarias. Exiliados políticos de Venezuela, presos fugados de la Isla del Diablo, una de las tres islas de la Salvación en la Guyana, judíos expulsados por los Reyes Católicos desde Toledo y que recorrerían todo el Mediterráneo, todo el Atlántico, para arribar a Curazao y quizás desde allí colarse en las páginas de María  de Jorge Isaacs. Con sus lecturas reveladoras como La comedia humana de William  Saroyan traducida por Leonor A. de Borges, publicada por Interamericana en Buenos Aires en 1943.

Lo que hoy inauguramos son los viajes infinitos de la cultura, al cruzar el planeta. Déjenme entonces, perderme en una segunda o tercera divagación más allá del cine, ciertos narradores o al retomar el siempre presente vuelo de la poesía. Ruben Darío y El otoño del patriarca. Garcilaso de la Vega y Del amor y otros demonios.  Neruda en  uno de los cuentos de Doce cuentos peregrinos.
 Meira Del Mar, anfitriona de los poetas y bibliotecaria en un barrio de Barranquilla   como Borges lo era de otro en Buenos Aires. Oigamos esa voz que viene de siglos. De Biblos, Fenicia y el rumor ancestral de las caravanas del desierto y del zoco en Bagdag, Toledo y de su casa, de mecedoras y baldosines aquí en Barranquilla, donde el río se cruza con el mar.

INMIGRANTES
(Poema Meira Del Mar)

“Una tierra con cedros, con olivos,
una dulce región de frescas viñas,
dejaron junto al mar, abandonaron,
por el fuego de América.

Traían en los labios,
el sabor de la almáciga,
 y el humo perfumado del narguile
en los ojos, en tanto que la nave se perdía en las ondas
Dejando atrás las piedras de Beritos,
 el valle deleitoso al pide de los alcores,
los convites del vino en torno a la mesa
tendida en el estío
bajo el cielo alhajado.

El mar cambió de nombre
Una vez, y otra , y otra,                   
Hasta llegar por fin a la candente orilla,
Donde veloces ráfagas
de pájaros teñían
De colores y música repentina el instante,
Y el  fragor de los ríos remedaba el rugido
Del jaguar y del puma
Ocultos en la selva.

En riberas y montes levantaron la casa
Como antes la tienda en los verdes oasis
El abuelo remoto, y las viejas palabras
Fueron trocando entonces
Por las palabras nuevas
Para llamar las cosas,
Y el corazón supieron compartir con largueza,
Tal el odre del agua en la sed del desierto.

A veces, cuando suena el laúd memorioso
Y la primera estrella
Brilla sobre la tarde,
Rememoran el día
En que bled fue borrándose
Detrás del horizonte”.
 
Esta voz se prolonga y complementa con lo que García Márquez escribió en Crónica de una muerte anunciada al referirse a la comunidad árabe, en ése, como en tantos otros pueblos de la costa Caribe.




“… Los árabes constituían una comunidad de inmigrantes pacíficos que se establecieron a principios del siglo en los pueblos del Caribe, aún en los más remotos y  pobres, y allí se quedaron vendiendo trapos de colores y baratijas de feria. Eran unidos, laboriosos y católicos. Se casaban entre ellos, importaban su trigo, criaban corderos en los patios y cultivaban el orégano y la berenjena y su única pasión tormentosa eran los juegos de barajas. Lo siguieron hablando el árabe rural que trajeron de su tierra, y lo conservaron intacto en familia hasta la segunda generación, pero los de la tercera, con la excepción de Santiago Nasar, les oían a sus padres en árabe y les contestaban en castellano…”.

Esta nostalgia punzante y devastadora que  la poesía hace visible. Este exilio que todos padecemos  en pos de un paraíso perdido en la infancia  es el que la Mediateca de Macondo nos ayudará a comprender y a recobrar. No sólo en la literatura sino en la vida colectiva y en una comunidad más tolerante. Vale la pena glosar las reflexiones  del historiador Jorge Orlando Melo "La idea no era ya la de la nación "mestiza", en la que de diversos ingredientes se produce un resultado que disuelve los elementos propios de cada grupo, sino una nación diversa, en la que se reconocen los orígenes y el pasado". Porque ,precisamente, la obra de Gabriel García Marquez ya había planteado todos estos debates en el corazón de su narrativa.

Tan metida  en su comarca y en la obra verbal de sus amigos,Eduardo Zalamea Borda, Álvaro Cepeda Samudio, Álvaro Mutis, como abierta a los mares de Conrad y los cazadores de Hemingway, los ríos de África en una novela de Graham Green y al devenir histórico en una fábula de siglos con personajes que cambian de sexo como de lengua en el Orlando de Virginia Woolf.

Sabemos lo que significa (e implica) un autor nuestro en hebreo y en danés. En quechua y en euskera, cuya imaginación nos ha dotado de autonomía y libertad, de terca capacidad de resistencia. Lo que hace varios años, y gracias a Gustavo Bell, soñamos  juntos, con Carmenza Kline y Conrado Zuluaga, es ahora una  tangible realidad que tenemos el imperativo categórico de mantener y enriquecer. De abrir al horizonte y penetrar más a fondo por el arte de magia racional  llamado lectura.



“Un libro está hecho de otros libros. Los que leyó el autor, los que su obra reconoce, de modo explícito o tácito, los nuevos libros que su libro suscita…”.

“… La lista de todos ellos bien podría conformar la auténtica biblioteca de Macondo”. La que tenemos aquí, a la espera de infinitos lectores.


Juan Gustavo Cobo Borda

©2011
Conferencia, Barranquilla, 1ro. de septiembre de 2011