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MARIO VARGAS LLOSA:
El sueño del celta

Bogota, Alfaguara, 2010, 454 paginas.

Juan Gustavo Cobo Borda
 


Cuando el 19 de abril de 2010, Mario Vargas Llosa puso punto final, en su apartamento de Madrid de la calle de Flora, a su nueva novela El sueño del celta debió sentir un gran alivio. Había sido un perturbador descenso al infierno, a través de la figura del irlandés Roger Casement, cónsul británico en la remota población de Boma, en el Congo Belga, nombrado en 1900.

Ese viaje a través de la ficción, por los 20 años que Casement pasó en Africa, le obligó a desprender ese disfraz de civilización de lo que era una rapaz empresa de explotación, sin límites. Cristianismo, civilización y comercio redimiría a esos salvajes, quienes incurrían aun en la antropofagia y a los cuales la esclavitud que les imponian piratas y negreros, cazándolos en las costas como animales salvajes, sería sustituída por una más eficaz, en aras de la explotación del caucho y el marfil.

En 1885 las grandes potencias occidentales entregaron a Leopoldo II de Bélgica un territorio de dos y medio millones de kilómetros cuadrados y veinte millones de habitantes, con el título de Estado Independiente del Congo, no se imaginaban que la empresa redentora adquiriría un matiz aun más sombrío. El rey, quién nunca visitaría esas tierras, envió a su ejército, otorgó concesiones a empresas, se reservó, como Domaine de la Couronne, unos doscientosmil kilómetros cuadrados y un capitán de la Force Publique llamado monsieur Chicot inventaría un látigo, "más resistente y dañino", hecho con la durísima piel del hipopótamo, que sería la verdadera arma colonizadora.

Los nativos deberían alimentar a los invasores, cumplir sus cuotas de caucho, y agradecer a quienes sacrificaban por ellos, al dejar atrás la cómoda Europa y enloquecerse en esas selvas inmensas y ríos sin fronteras, al cumplir órdenes demenciales.

Pero el primer tramo de la novela, dedicado al Congo, no es sólo el trasunto crítico del informe que Casement entregó al Foreing Office, al denunciar esa situación, sino que el texto busca también recobrar el aliento épico de esas historias que alimentaron el afán viajero y explorador de tantos ingleses y europeos en general que se apasionaron por las memorias de la India y Afganistan, de los afganos y los sijs, y de peripecias apasionantes como la del periodista y explorador Henry Morton Stanley que en busca del perdido viajero David Livingstone atravesó el continente negro, para encontrarlo en Ujijim, y saludarlo con la expresión ya histórico : "¿El doctor Livingstone, supongo? ".

Caminatas de 999 días en que terminarían por morir casi todos, víctimas de ataques de malaria, o la mosca del sueño, y el quedar muchos de ellos, finalmente, atrapados y narcotizados por ese mundo, donde la conciencia se diluía en la arbitrariedad sin límites tornándolos sátrapas irrisorios que se negarían a volver a sus tierras de orígen. ¿Era solo la codicia lo que motivaba esa empresa, se preguntaba un Casement que cada día se tornaba más irlandés, pensando en su patria dominada por el imperio inglés, al cual servía? El paisaje final, de conciencias deformadas y pueblos en ruinas, tienen la intensidad de una mala pesadilla. La que solo un amigo de Casement como Joseph Conrad pudo dibujar en El corazón de las tinieblas. Y que ahora Vargas Llosa recrea, siendo fiel a sus obsesiones narrativas, ya desde su primera novela, La ciudad y los perros (1963) cuando ahora, en El sueño del celta, pone en boca del capitán de la Force Publique, Malcel Junieux, estas palabras : "Nosotros no exigimos nada a nadie. Recibimos órdenes y las hacemos cumplir, eso es todo" (p. 100). Piezas de engranaje de una maquinaría que el capitalismo pone a trabajar más rápido. A destrozar el medio ambiente y a eliminar como insectos tribus, lenguas y culturas.

AMAZONíA

Luego del Congo, la Amazonía. El Informe sobre el Congo había hecho de Casement a la vez "un héroe y un apeestado". Una figura pública, comprometida cada vez más con la independencia de Irlanda, un funcionario condecorado del servicio diplomático inglés y , en estremecedoras ráfagas de turbulentas visiones homosexuales, que Vargas Llosa dosifica con intensidad y poesía, un ser humano que parece controlar sus pasiones bajo el manto de su misión. Ahora, en agosto de 1910, lo encontramos en Iquitos, Perú, a él, el hombre más odiado del imperio belga.

Va, cómo no, a investigar una compañía inglesa, registrada en la Bolsa de Londres: la Peruvian Amazon Compan, era la principal compañia cauchera de la región, propiedad de Julio C. Arana. Pero ya un periodista, Benjamín Saldaña Roca, y un ingeniero norteamericano, Walter Handerburg, habían denunciado, con el escándalo correspondiente, sus poco ortodoxas formas de operar.

A pesar de la escasez de mano de obra, no vacilaban en exterminar indígenas que no hubiesen cumplido su cuota de jebe- latex o caucho - como los 25 ocaimas quemados vivos, en costales empapados de petróleo, en 1903. Negros traídos de Barbados eran los capataces encargados de cumplir esas, y otras órdenes criminales.

Casement, casi como un personaje de Conrad veía reiterado el horror. "El Congo y la Amazonía estaban unidos por un cordón umbilical. Los horrores se repetían, con mínimas variantes, inspirados por el lucro, pecado original que acompañaba al ser humano desde su nacimiento" (p. 158).

Correrías para cazar indios y, al lado, el lucrativo negocio de vender niños y niñas por una o dos libras esterlinas para que sirviesen como empleados domésticos de los pudientes de la región. Cepo. Espaldas cruzadas de latigazos. Crueldad sin límites : a partir de tal base de espolio y caucho, la compleja pirámide gracias a la cual un hombre que vendía sombreros de paja por las calles de La Rioja, su aldea natal, era ahora el rey del caucho, con palacios en Biarritz, Ginebra y los jardines de Kensington Road, en Londres. Que tema fascinante para un novelista atraído por el funcionamiento del poder. Un escritor peruano cuya idea de civilización, en esquemáticas palabras de su personaje, "es la de una sociedad donde se respeta la propiedad privada y la libertad individual"(p. 207).

Y donde la colonización, que enarbola banderas de tolerancia y virtudes cristianas, termina por sacar a la luz la parte más cruel, bárbara y oculta del ser humano : el deleite en la tortura, la mecanización del sufrimiento y el mal, desnudo y sin subterfugios. Una tediosa rutina de palizas y hombres marcados a fuego, como bestias, con las iniciales de la compañia: CA. Casa Arana. Aquello que también nos había contado José Eustasio Rivera en La Vorágine.



Juan Gustavo Cobo Borda



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