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Cultura, identidad y raíces

Juan Gustavo Cobo Borda

Cuando el destacado historiador inglés Eric J. Hobsbawn visitó México en 1992, para participar en el denominado “Coloquio de Invierno”, su ponencia versó sobre la “Crisis de la Ideología, la Cultura y la Civilización.” (1) Reconoció como los sucesos de años recientes habían sido “espectaculares y mundiales, inesperados e impredecibles,” y como la vida humana y las sociedades habían sido transformadas de un modo tan radical como nunca antes se había visto. “No sólo a lo largo de la vida de un hombre, sino en una época de ella.”

Los tres cambios fundamentales, a su parecer, eran:

“Durante la mayor parte de su historia, la humanidad ha habitado en el campo junto a los animales. Así era aún en los años de la segunda guerra mundial, ya que incluso en las naciones más industrializadas, como Estados Unidos y Alemania, un cuarto de población vivía de la agricultura. Pero entre 1950 y 1973 esto cambió en la mayor parte de la superficie terrestre.”

El segundo gran cambio fue comprobar como:

“Antes de la segunda guerra mundial, la gente que recibía educación superior o incluso secundaria, constituía una fracción insignificante incluso en las naciones más desarrolladas. Tres de los países más desarrollados y educados- Alemania, Francia y Gran Bretaña- con una población total de 150 millones, no contaban en ese entonces con más de 150.000 estudiantes universitarios. En los años ochenta, el pequeño Ecuador tenía más del doble.”

Y el tercer cambio se refería a la posición de la mujer:

“En 1940, sólo el 14% de las mujeres casadas en Estados Unidos que vivían con sus maridos trabajaban por un salario. En 1980 más de la mitad de todas las mujeres casadas en esa nación trabajan fuera de casa.”

Ciudades, universitarios y mujeres que cambian de rol. Y nuevos problemas. La explosión demográfica, en un mundo de 6.000 millones de hombres; la brecha cada vez mayor entre países pobres y ricos y los problemas ecológicos. Este bien puede ser un buen marco para insertar en él algunas observaciones sobre los temas del título. Sobre como Latinoamérica, ante este horizonte en transformación continua, vuelve a buscar razones para ser ella misma y aportar respuestas propias a los acuciantes interrogantes que la circundan, desde el ámbito donde más se ha distinguido, en logros y continuidad: la cultura.

UN LABORATORIO CREATIVO

La población hispana de Estados Unidos representa el 13% de la población general de dicho país. Ellos tienen el español como lengua nacional heredada y la comparten con el inglés. El uso que le dan a las dos, el español y el inglés, es para muchos el rasgo más importante de su identidad. Mezclas, fusiones, el discurso bilingüe que un mismo hablante emplea, en la casa o en el trabajo, en la intimidad o en la calle, demuestra su dominio de las dos lenguas y trasciende la sospecha sobre una personalidad escindida entre dos mundos. Por el contrario: llega a fusionarlos en su interior, del mismo modo que su salario en EEUU puede alimentar a su familia en México, Salvador o Colombia. No se desprende de lo que dejó, pero ya es un ser distinto.

De este hibridismo surge no sólo el uso del spanglish, que no es una expresión de ambivalencia, como dice uno de ellos, sino una nueva forma de discurso. Por ello el chicano/pachuco, el neorriqueño o el quisqueya, ya no solo se siente un mejicano, puertorriqueño o dominicano sino una mezcla de hábitos, costumbres, comida, literatura y música popular. Un nuevo producto en un mercado en expansión.

Pero como dice Amparo Morales, a quien seguimos en estos planteamientos, a medida que se extiende el uso del español en Estados Unidos “la pérdida de la lengua materna en los hispanos es una realidad, dado que a medida que crece el número de hablantes en español, crece, también, la asimilación al inglés.” (2) ¿Razones? Según los resultados de un estudio encomendado por el Presidente George W. Bush: Del riesgo a la oportunidad: llenando las necesidades de los hispanoamericanos en el siglo XXI, abril 2003, pocos hispanos llegan al nivel universitario, discriminación, bajas expectativas con respecto a los niños latinos, y constancia estadística de cómo son los mejicanos y puertorriqueños los que presentan los índices más altos de pobreza y desempleo.

De ahí el sacrificio de la lengua materna, en aras del inglés, de los nacidos en Estados Unidos al iniciarse su formación escolar. Erosionada la lengua materna; conservada, apenas, como un entrañable talismán entre las paredes de la casa, la habilidad para comunicarse afuera con el mundo, en inglés, les da una identidad compleja. Un rostro híbrido. Están unidos y en cierto modo determinado por su origen y cultura hispana pero ya comienzan a ser asimilados al nuevo entorno, dónde el inglés constituye su pasaporte necesario para la sobrevivencia y el ascenso social.

Pero lo que se perdía en hablantes hispanos nacidos en Estados Unidos se compensaba con el flujo de una inmigración notable que sólo en el año 2000 admitió 220.526 inmigrantes latinos en Estados Unidos.

Hoy, con el cierre de fronteras, los controles anti- terroristas, el auge de campañas como “Only English,” triunfante en tantos estados, es muy probable que se modifique el cuadro. El gran potencial consumidor de los hispanos, su cada vez mayor papel decisorio en la política, el auge de los cursos de español en las universidades (no así el de los referidos a su cultura) y el haberse convertido en la lengua extranjera más solicitada, podría comenzar a verse recortado.

En todo caso la fuerza de culturas en expansión sobrepasa diques y talanqueras. Salta los muros y se cuela por los subterráneos. El protagonismo de la radio (562 emisoras en español), nunca desplazada por la televisión, el papel aglutinante y movilizador de los mitos colectivos (desde los funerales de Celia Cruz en Miami y Nueva York hasta los éxitos obtenidos por figuras como Julio Iglesias o Shakira, canten en inglés o en español) la cultura hispana en Estados Unidos sigue su marcha.

Allí están desde iconos como Frida Kahlo, asimilado por la tercera generación feminista, hasta el influjo de las cocinas mejicanas y peruanas, no sólo en la norteamericana o japonesa. También los chilenos han contribuido al auge de la gastronomía australiana. En este mundo de la cocina fusión no es de extrañar que el restaurante de lo nuevo latino en Nueva York se llame “Patria.” ¿Cuál Patria? El Mundo.

Se corrobora así, y una vez más, como es precisamente el mestizaje lo que ha caracterizado a la cultura hispanoamericana y a todas las culturas. Cultura, identidad y raíces, en híbrida amalgama, en cocción permanente. Una cultura que ya no teme contaminarse, en la soledad del aislamiento, o en su pureza étnica, sino que ha aprendido, luego de la catástrofe demográfica indígena, con el descubrimiento y la conquista, que además de la violencia del expolio, los virus biológicos de sarampión, viruela, sífilis o gripa, obligan a crear vigorosos anticuerpos, precisamente abriéndose al mundo. Fortaleciéndose en la asimilación comprensiva de lo otro. Creciendo ante lo desconocido. Uniéndose con quienes le son afines.

Por ello este laboratorio creativo que es el español rehaciéndose más allá de las fronteras de un mundo distinto nos retrotrae inevitablemente a los orígenes. A lo que Gabriel García Márquez en un texto de 1996 titulado Por un país al alcance de los niños (3), dijo refiriéndose a Cristóbal Colón y al impacto que el oro indígena ejerció en su empresa:

“Fue aquel esplendor ornamental, y no sus valores humanos, lo que condenó a los nativos a ser protagonistas del nuevo Génesis que comenzaba aquel día. Muchos de ellos murieron sin saber de dónde habían venido los invasores. Muchos de éstos murieron sin saber dónde estaban. Cinco siglos después, los descendientes de ambos no acabamos de saber quiénes somos.”

Sobre esta reiterada, insistente, paradójica e inagotable pregunta, tenemos que volver una vez más.

INVERTIR EL MAPA

El gran artista uruguayo Joaquín Torres García (1874-1949), inventor del universalismo constructivo, en una de sus obras invirtió el mapa de Sudamérica, de manera que el polo sur quedó en la parte superior y toda la zona ecuatorial en la parte inferior. El trópico se volvió hielo. Hecho esto dijo: “Nuestro Norte es el Sur.” Comentó, además, como con el mapa vuelto al revés, “tenemos una idea exacta de nuestra posición, que no coincide precisamente con lo que el resto del mundo quisiera para nosotros.” Con esta ironía creativa, Torres García, proponía gráficamente la creación de un nuevo mito cultural. El mirarnos a nosotros mismos. El preocuparnos por nuestros asuntos, prolongado quizás inconscientemente lo que su compatriota José Enrique Rodó (1871-1917) había propuesto como apertura del siglo: Ariel (1900), el idealista de los valores espirituales y el alma latina enfrentado al Calibán sajón y materialista.

En todo caso, como lo dice Daw Ades: “De hecho, todavía en América Latina la formación de una nueva identidad cultural, que algunos artistas enfocan más bien como la recuperación de lo que existía antiguamente, constituye un tema acuciante, sujeto a debate y discusión.” (4)

EL PRIMER EQUÍVOCO

Necesitamos de los mitos para vivir, pero también requerimos de las rupturas y cuestionamientos de los mismos para sobrevivir. Para ir más allá de ellos en la creación de nuevos mitos. Colón pensó en llegar al Japón y a la China por una vía más corta pero América se le atravesó en mitad de su ruta. ¿Cómo ajustar lo que estaba ahí delante de sus ojos con lo que había soñado en sus libros trátese de Marco Polo, el Imago Mundi, del cardenal Pierre D’ Ailly, o la Biblia?

Desde el comienzo se iniciaron los desfases, en pos de esa elusiva palabra que nos definiría. La palabra que no era propia sino impuesta desde fuera. Nos llamamos América gracias a un navegante florentino y lenguajes e instituciones, gallinas que ponen huevos y armas que matan con su fuego, llegaron del otro lado y servirían para conformar a estas sucursales que recibían el saber ya facturado desde las metrópolis, en su integridad. El saber y el sentir. El rezar y el blasfemar.

Sólo que dicha sabiduría, al tocar las costas americanas, saltaría en pedazos como lo descubrió el jesuita José de Acosta (1539-1600) y lo dejó consignado en su Historia natural y moral de las Indias (1590) al llegar a Panamá:

“Confieso que me reí e hice donaire de los meteoros de Aristóteles y de su filosofía, viendo que en el lugar y tiempo que, conforme a sus reglas, había arder todo y ser de fuego, yo y todos mis compañeros teníamos frío...Los antiguos estuvieron tan lejos de pensar que hubiese gentes en este mundo que muchos de ellos no quisieron creer que había tierra de esta parte, y lo que es más de maravilla, no faltó quien también negase haber acá cielo. Porque es verdad que los más y mejores filósofos sintieron que el cielo era todo redondo, como en efecto lo es, y que así rodeaba por todas partes la tierra y la encerraba en sí; con todo eso, algunos, y no pocos, ni de los de menos autoridad entre los sagrados doctores, tuvieron diferente opinión, imaginando la fábrica de este mundo a manera de una casa, en la cual el techo que la cubría sólo rodea por lo alto...” (5)

El frío en medio del fuego. El cielo que nos envuelve o apenas el techo que nos cubre parcialmente mientras afuera la intemperie nos aguarda. Imágenes, metáforas, como las que acuñó el gran escritor cubano José Lezama Lima (1910-1976) en La Expresión Americana (1957). Nuestra identidad, si es que existe como tal, se da precisamente en ese roce y ese ajuste entre pasado y presente. Entre esa imagen que subvierte y esclarece y esa realidad que se afirma y nos refuta en su dureza cotidiana. En esa síntesis que vuelve tan fantasmales los hechos como tangible la poesía que emana de su ausencia. ¿No es acaso una de las mejores definiciones nuestras ese diálogo de muertos en pos de un origen que se pierde, llamado Pedro Páramo (1955)?

Sí, por cierto. Diálogo e intercambio que nunca es pasivo ni afecta sólo a una de las partes sino que, como en el amor y la guerra, tiene mucho de combate y fricción. Nadie sale indemne del mismo. Lo que usando un concepto del destacado antropólogo cubano Fernando Ortiz (1881-1969) le permitió a Malinowski definir la transculturación en estos términos:

“Un proceso en el cual ambas partes de la ecuación resultan modificadas. Un proceso en el cual emerge una nueva realidad, compuesta y compleja; una realidad que no es aglomeración mecánica de caracteres, ni siquiera un mosaico, sino un fenómeno nuevo, original e independiente.” (6)

En definitiva: una cultura como la hispanoamericana, nueva, original, e independiente.

Pero una cultura, también vieja hecha de fracasos, espejismos, duelos y resistencias. Usada desde fuera y cargada de tensiones internas. En ese mar de ambigüedades y equívocos se decanta la ambición fáustica de Colón, ciego por el oro y a la vez camuflando sus propósitos mercantiles con la cruzada religiosa de rescatar el santo sepulcro en Jerusalén. Su otra cara: el nepotismo del Almirante al aupar a su familia y terminar, entre desaciertos, caídas y llantos, cargado de cadenas. De esa tan humana peripecia debemos extraer una de las piedras miliares de nuestra caracterización. Aquella que sus palabras dibujaron de este modo por primera vez:

“Certifico a Vuestras Altezas que en el mundo creo que no hay mejor gente ni mejor tierra. Ellos aman a sus prójimos como a sí mismos, y tienen un habla, la más dulce del mundo, y mansa y siempre con risa. Ellos andas desnudos, hombres y mujeres, como sus padres los parieron, mas crean Vuestras Altezas que entre sí tiene costumbre muy buenas y el rey muy maravilloso estado, de una cierta manera tan continente qu’ es plazer de verlo todo, y la memoria que tienen, y todo quieren ver, y preguntan qué es y para qué. Todo esto dice azí el almirante (Diario del Primer Viaje 1492, lunes 24 de diziembre). (7)

¿Qué podemos subrayar en esta acta fundacional? ¿El habla dulce, mansa y con risa, que luego con vocablos como bohío y piragua, caimán y hamaca, daría al idioma de Castilla sabor criollo y su copioso ajiaco de palabras nuevas y gustosas? ¿O elegiríamos la curiosidad, la insaciable curiosidad americana que comienza por descubrirse desnuda, ante los ojos del otro, y se recubre con los sucesivos vestidos de todos los saberes, a la vez extranjeros y extraños?

Indagar, averiguar, curiosear por el mundo, ancho y ajeno, para descubrir lo que nos conviene y asumir, como propias, las fantasías ajenas. ¿No nos creímos adánicos, primitivos, habitantes de un Nuevo Mundo donde la vida comenzaba de nuevo? ¿Dónde los peregrinos dejan atrás la árida tierra europea, fracturada entre imperios absolutos y sangrientas guerras religiosas? Solo que nosotros también teníamos varios siglos a las espaldas, con imperios como los aztecas, incas y mayas, y enormes confederaciones de pueblos que escribían, contaban y también interrogaban a los astros, siendo arquitectos y orfebres de creatividad única, de las fortalezas incas a Chichén Itza, de la orfebrería quimbaya al leve y sutil arte plumario del Amazonas. Para esquematizar, dos culturas mirándose a la cara, aunque las indígenas eran muchas y las españolas también infinitas, de tartesios a fenicios, de cartaginenses a griegos, de romanos a galos, de árabes a judíos. Y en medio de ellos no sólo el océano sino también ese otro espacio: Utopía, que traducido significa: No hay tal lugar: todo es posible.

El vasto vacío de nuestros inmensos espacios, aún en trance de colonización, debemos poblarlos de interrogantes. De tumbas y silencios. Si primero desaparecieron tantas tribus indígenas, en la catástrofe demográfica de los inicios, con su prodigiosa sabiduría sobre la naturaleza y la ingeniería hidráulica, sobre el sentido de comunidad y el gobierno local, sobre la presencia de lo sagrado y sus rituales correspondientes, hoy advertimos, en la crisis ecológica, otro factor de muerte y extinción. De especies que desaparecen y prodigios naturales que al cancelarse atentan contra nuestra salud y nuestra alimentación. Contra el entorno de nuestro futuro. Que nos llevan incluso a la añoranza de lo perdido y a la lección indígena sobre la conducta que observaban los aborígenes peruanos tal como lo narra el Inca Garcilaso de la Vega en los Comentarios Reales (1722) respecto del cuidado que ellos ponían en todos sus objetos, aún cabellos y uñas, bien mantenidos para el día de la resurrección. El cuerpo debía estar en orden, para no ser sorprendido con las prisas de aquel gran día. Una admonición y una enseñanza para los atafagos impacientes en que nos debatimos. Para comprender como una cultura, sin dejar de mirar a la vida, también atiende la muerte. Una cultura es una totalidad que cobija al hombre en todos los sentidos: nacimiento, pubertad, prolongación, declive y muerte. Esa memoria, ese respeto, ese sentido del misterio, debería respaldarnos, desde muy atrás, para conformar un presente que es a veces tan flotante y errático en su aceleración imprevisible. En su carencia letal de raíces.

Gerardo Reichel Delmatoff, el gran antropólogo austríaco colombiano, concluía su balance del legado indígena al mostrar cómo los sacerdotes mayas de Guatemala si sabían escribir, como sucedía con los monjes europeos en la Edad Media. Tenían su propia tecnología para elevar las inmensas piedras de sus templos y fortalezas, eran insuperables en los textiles, tenían un uso cultural controlado de los narcóticos, con los cuales comprendían muy bien capas del subconsciente, estudiaron con pormenorizada atención el sol y nos dejaron precisos calendarios pero, concluye Reichel:

“Lo verdaderamente importante, lo humanamente extraordinario fue que los indios americanos no desarrollaron sus conocimientos metalúrgicos para servir a fines bélicos, que no hacían puntas de proyectiles ni espadas de bronce; no hacían dagas ni cuchillos. Los yelmos y las corazas que hacían representaban un valor estético, simbólico, y no estaban destinadas a defender sus cuerpos contra agresiones físicas.” (8)

No eran ángeles, por cierto. Eran hombres, como todos nosotros. Y aún podemos aprender de ellos.

UNA MENTE HOPITALARIA Y CREATIVA

En ese ir y venir entre presente y pasado, es imperativo plantearse el hecho de cómo la categoría “indio”, según nos lo explica uno de los mejores conocedores del tema. Guillermo Bonfil Batalla, el antropólogo mexicano fallecido en 1991, es una:

“categoría genérica e indiferenciada que abarca y designa a ese abigarrado universo de pueblos diferentes, es una categoría del orden colonial que identifica globalmente a los colonizados.” (9)

De onas a mapuches, de kunas a misquitos, no todos, exterminados o vivos, cabían dentro del designio de un solo Dios, un solo idioma, un único Rey. Si algo podría caracterizar a la cultura latinoamericana en esa pugna permanente entre un proyecto unificador centralista y un tapiz de muchos colores, idiosincrasias y matices: una indudable pluralidad cultural que a lo indígena y lo hispánico añade lo negro y la presencia constante a lo largo de los siglos de franceses, holandeses e ingleses, italianos y alemanes, judíos, sirio- libaneses, griegos, chinos, japoneses y coreanos, y, en definitiva, todas las etnias, religiones y gentes del planeta. Con notable presencia cultural y artística como el caso de los pintores nipo- brasileños, el ancestro chino de un artista cubano como Wifredo Lam o la hermosa capacidad perceptiva con que un alemán de Munich, Guillermo Wiedemann (1905-1969) captó en sus óleos y acuarelas el alma de la comunidad negra en la región pacífica colombiana.

Por ello debemos avanzar con tiento y cuidado, no quedándonos en la generalización deformante ni tampoco en el único caso revelador.

Si bien en nuestro anterior apartado prestamos atención al tema indígena debemos, a partir de allí, proyectar esa base insoslayable en el vertiginoso espacio de las transformaciones contemporáneas.

A comienzos de los años 1980 se especificaba:

“Uno de los recuentos más confiables de la población india latinoamericana identifica 409 grupos o pueblos y estima en alrededor de 30 millones de habitantes a su población total. El pueblo más grande es el quechua, con más de 16 millones de hablantes de esa lengua distribuidos en cuatro países; otros grupos (náhuatl, aymara, quiché y maya) rebasan la cifra de un millón o se acercan mucho a ella; el número de pueblos aumenta conforme se desciende en la escala demográfica. Las cifras, sin embargo, son insuficientes y pueden resultar engañosas.” (10)


En todo caso, más allá de la estadística, y visto desde la estructura dominante de los grupos de poder es evidente que el proyecto modernizador de nuestros países, en pos del desarrollo, implica una tendencia hacia la uniformidad productiva, en la satisfacción de un mercado externo. O como lo dice el ex presidente Ernesto Samper:

“Cosmopolitismo con ideología única o multiculturalismo con pluralismo ideológico son los dos extremos alrededor de los cuales gira hoy la discusión sobre globalización y cultura.”

Por ello, y desde la perspectiva de minorías marginadas o sometidas, el progreso, con su proclividad hacia la estandarización y el crimen ecológico, bien puede ser la peste que arrasa la secular tradición cultural de sus costumbres y su milenario modo de vida.

Dentro de esas “maneras de vivir juntos”, como la UNESCO en su informe de 1995 Nuestra diversidad creativa definió la cultura es dónde se da, en muchos casos, esa fecunda tensión conflictiva que le da un acento tan propio a la cultura latinoamericana, que mantiene un fértil equilibrio entre lo que se conserva y perdura y a lo que se ha recreado, dentro de los parámetros de la creatividad contemporánea. Un ejemplo: las obras de José María Arguedas (1911-1969) en la ficción y la de Fernando de Szyszlo (1925) en la pintura son hoy dos de los más representativos logros de la cultura peruana contemporánea.

Arguedas, niño criado en la lengua quechua y la española, antropólogo que estudió las culturas indígenas, trasciende la investigación científica con sus célebres novelas Los Ríos Profundos (1958) o Todas las sangres (1964) para citar dos. Comenzó por recolectar mitos, leyendas, cuentos y canciones indígenas pero no los inserto en su ficción, como un rescate desde fuera, sino que los subsumió dentro de la fuerza renovadora de una poesía escrita que se enriquecía con la oralidad lingüística pero mantenía todo ello dentro de las estructuras comunicativas de la novela contemporánea. Leemos, en un español renovado y potenciado por este aporte, todo un mundo que sin dicho creador muy de seguro desaparecería en su poder genésico de legado que aún nos toca y conmueve. Desde dentro, Arguedas prolongó una ética comunitaria y una estética aún elocuente. Para un pueblo mayormente analfabeta como el quechua, el fue su voz y su lengua insertándolo en el océano del español. Habla española y sintaxis quechua: he aquí la cultura latinoamericana, con su raíces propias y su identidad inconfundible.

Por su parte Fernando de Szyszlo no sólo titula sus cuadros en quechua o tiene como referencia formal el mundo incaico. Con los aporte de la pintura moderna - abstracción, expresionismo, surrealismo, aprendidos en París- logra una síntesis emotiva y visual de comparable expresividad. Nadie ha percibido mejor el fúnebre lirismo de la caída del imperio inca y la traición dolorosa infligida a Atahualpa como los colores morados, violetas, rosados y negros con que Szyszlo canta esta elegía.

Con afilado rigor, visibles en sus oscuros soles y angulares lunas, construye la geométrica atmósfera de macizas construcciones de piedra, ahora vuelta pintura, proveniente de templos y fortificaciones militares. Y sobre ella teje la voluta refinada con que el arte incaico de plumas y Khipus nos demuestra la capacidad con que este peruano universal contempla cerámicas eróticas precolombinas y va más allá de la muerte, con sus penumbras hospitalarias. Con los misterios de claridad sobrecogedora en que altares, curvas y pasillos, comulgan, desde su honda cripta, con la luz táctil del infinito: el sol que nutre y guía. El, como Rufino Tamayo en la Oaxaca mexicana dónde se superponen en pirámide las culturas, desde Monte Alban hasta su obra y la de Francisco Toledo, o como Wifredo Lam, en la jungla caribe, donde las religiones animistas negras y la santería cruzan, como un huracán, sus lienzos, han integrado nuestra memoria ancestral con nuestras expectativas de hoy. (11)

Igual les sucedió a Alejo Carpentier, Arturo Uslar Pietri y Miguel Ángel Asturias, cuando desde los cafés parisinos y las clases libres de la Sorbonne redescubrieron el Popol Vuh y las leyendas mayas y quiches, el autoritarismo tan hispanoamericano también de El Señor Presidente (1946), la guerra a muerte de Bolívar contra la dominación española y el influjo de los tambores negros en la música contemporánea. Así ha sido siempre.

Desde la observación de Alfonso Reyes de que si bien llegamos tarde al banquete de la civilización occidental tenemos derecho a todas sus viandas hasta la formulación teórica que el movimiento antropofágico brasileño formuló en los años 20; hay que canibalizar y hacer nuestro todo aporte cultural que nos sea útil. Esa generosidad mental, esa curiosidad que no reconoce límites, fue por cierto la que llevó a Jorge Luis Borges a definirnos como los últimos europeos. Ni ingleses, ni franceses, ni españoles, ni alemanes, sino algo más que cada uno de ellos. Solo latinoamericanos que podemos volver nuestra la cultura europea, como la indígena o la negra. Como la cultura judeo- musulmana, tan evidente en el tramado de las ficciones de Borges, lector minucioso de las Mil y una Noches como de la Cábala. Una América con derecho a la plenitud democrática, libre y compartida de los bienes de este mundo.

EDIFICAR CON PALABRAS

Son los escritores los que han creado nuestras ciudades, palabra sobre palabra. Los que han edificado sus imaginarios. Buenos Aires no existiría sin Borges del mismo modo que Montevideo dejaría de existir sin Onetti, Río de Janeiro sin Rubem Fonseca, Santiago sin Donoso y Edwards, Lima sin Vargas Llosa o Bryce Echenique, Caracas sin Salvador Garmendia, La Habana sin Lezama Lima, Cabrera Infante y Reinaldo Arenas, México sin Carlos Fuentes y Juan García Ponce y Bogotá sin El Carnero de Rodríguez Freyle, la saga de Osorio Lizarazo y Los parientes de Ester, de Luis Fayad.
Ciudades verbales más perdurables que el cemento, el hierro y el asfalto. Cuyos grafitis, sobre los muros, resultan aún más efímeros incluso que las volanderas hojas de papel de los libros, que carcomidos por el ácido apenas si alcanzan a durar cien años. Además, los escritores previeron antes todo. Las vastas megalopolis, por ejemplo. Tal el caso de Juan Carlos Onetti, redactor escéptico en una agencia de noticias, que funde Montevideo con Buenos Aires en un híbrido llamado Santa María y propone, a través de La vida breve (1950) y Juntacadáveres (1964) con los macilentos cuerpos de esas desvencijadas prostitutas, el sueño imposible de un burdel perfecto.

Nos muestra así el reverso erosionado de ese afán grandilocuente con que los emigrantes paupérrimos de España e Italia construyeron esa Cosmópolis de que hablaba Rubén Darío.

La transterritorialidad sin límites que ya Julio Cortázar propuso a través de ese tablón metafísico que une a París con Buenos Aires con todo lo que ello implica como lección de abismo. Riesgo, mimetismo, influjos de doble vía y alteración complementaria de identidades. ¿Y no nos daba acceso, ya desde 1974, Gustavo Sainz, con La princesa del Palacio de Hierro, al microcosmos de los centros comerciales, los almacenes de cadena, y el habla sentimental y sàpida de las clases populares, registrada, ya antes, en la grabadora de su adolescente personaje, en Gazapo (1965), que dio origen a la literatura de la onda: canciones de radio, conversaciones por teléfono, ese grabar de voces en un montaje que dibuja el perfil de la ciudad sobre el aire? México D.F. vuelto palabra. Pero vale la pena comenzar por el principio. El imprescindible libro de José Luis Romero: Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976) quien apelaba de modo prioritario a la literatura, a la letra impresa, de cronistas de Indias a panfletarios masones del XIX, sin olvidar nunca a los novelistas, para caracterizar un fenómeno cuyo origen no debemos nunca soslayar:

“Cuando la realidad insurgió ante los ojos de los conquistadores, , o lo negaron o la negaron o la destruyeron ... Se fundaba sobre la nada. Sobre una naturaleza que se desconocía, sobre una sociedad que se aniquilaba, sobre una cultura que se daba por inexistente. La ciudad era un reducto europeo en medio de la nada.” (p. 67)

Que más tarde, en ese reducto europeo, como en los cuentos de Carlos Fuentes, surjan deidades indígenas, El Chac Mol de su primer cuento recogido en Los días enmascarados (1954) es otro cantar. Pero nuestro origen, quien lo duda es la nada y nuestra fe de bautismo la literatura. Fantasmales espectros deambulando en el vacío.

“el cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena.” (p. 13)

Ya tenemos entonces dos de los elementos claves para conformar ese puchero, ese ajíaco, esa olla podrida, que es nuestro híbrido mestizaje. Con razón Armando Silva reconoce ahora como dos géneros híbridos , dos promiscuos mestizajes, son los propios de nuestra época: el fútbol y las telenovelas. Un deporte inglés untado de samba y con filósofos que responden al nombre de Menotti y Maturana. O el matrimonio feliz de Batistuta con Betty la Fea. Del Pibe Valderrama con la Caponera. La cultura popular, tan llena de tabúes como despojada de remilgos: todo cabe en su aparente mal gusto.

Pero curiosamente los diversos puntos de vista que entrecruzados tejen la ciudad imaginaria – ese deseo fantasma que es mucho más fuerte que la realidad constatable – esa creación colectiva, en definitiva, parece tener un origen claramente individual. Y, paradoja última, su trascendencia, perduración y legibilidad corresponde a la firma del artista. A la rúbrica que le traza un destino. Armando Silva comenta como el mural más atrayente de los años 70 eran los grafitis con aerosol del metro de Nueva York y como quien firmaba con el rótulo sugerente de SAMO terminó por llamarse Michael Basquiat. Basquiat como Keit Haring fueron los creadores que terminaron por esbozar un clima compartido. Lo cierra con su firma pero lo abre así a las nuevas miradas: las del museo. Las del video, la de los artistas muertos por el sida. Igual sucede con el grafiti latinoamericano de los años 80, que también menciona Silva. Toda la gracia, el ingenio, la pugnacidad en la réplica, ante tantas situaciones afrentosas o grotescas, ha quedado estilizada en un último fruto previo: los Artefactos (1972) de Nicanor Parra. Los chistes parra desorientar la policía poesía (1983), del mismo autor. Tachar una letra o una palabra devela el sentido. Oigamos lo que Parra escribió en los muros de nuestra memoria colectiva:

USA: DONDE LA LIBERTAD ES UNA ESTATUA. LA IZQUIERDA Y LA DERECHA UNIDAS JAMÁS SERÁN VENCIDAS. ÚLTIMA HORA URGENTE UPI WASHINGTON: O CONTAMINACIÓN O COMUNISMO VENGA LA CONTAMINACIÓN ENTRE DOS MALES EL MENOR. EL POETA ES UN SIMPLE INTERLOCUTOR: EL NO RESPONDE POR LAS MALAS NOTICIAS. UN SECRETO AL OIDO: MIS ANTEOJOS NO TIENEN VIDRIO.
Y así, ad infinitum. Quizás por ello insisto en la obra de arte como nuestra definición mayor: cualquiera que lea, en cualquier lugar del mundo, en el idioma que elija. Cien años de soledad, se vuelve colombiano. Cualquiera que mire, en cualquier museo del mundo, en cualquier avenida de capital importante, pinturas y esculturas de Fernando Botero, se vuelve inexorablemente antioqueño: Iglesias y putas. No es de extrañar entonces como hoy el realismo sucio y la literatura negra o policial, con sus cargas de miedo y violencia, sean los referentes insoslayables de nuestra autoconciencia.

Lo expresa Leonardo Padura en estos términos:

“ Al despuntar la década del 80 y hacerse patente la existencia de una narrativa policial, auténtica y propia, escrita por autores latinoamericanos de diversas latitudes, también se puso de manifiesto la certeza de que se trataba de una propuesta estética que había asumido, más que un compromiso formal con las viejas escuelas, un reto ideoestético, pues se proponía mostrar los lados más oscuros de sociedades perdidas en un recodo del camino que va del subdesarrollo a la post- modernidad –o, en términos más actuales, a la globalización -, y en las que la violencia cotidiana, el crimen de Estado, la represión, la corrupción judicial y policial, el tráfico y el consumo de drogas y la existencia de unos bajos fondos, cada vez más extensos y profundos, marcaban el carácter de unas ciudades dominadas por la inseguridad civil y en las que la figura del policía estaba muy lejos de simbolizar la existencia de un orden – o cuando menos de un orden aceptable.” (12)

Al escribir desde La Habana Padura no solo nos aludía a los bogotanos. Proyectaba estos rasgos por todo el continente, en un simultáneo y estrepitoso derrumbe de valores. En medio de la pobreza generalizada, la rapiña armada. En medio de las paulatina creación de grandes bloques (Alca, Mercosur) los feudos del hampa, de la guerrilla, del narcotráfico, de los paramilitares, de un Estado cada vez menos Estado donde las regiones proclamaban a voz de cuello: sálvese quien pueda. Y la presencia norteamericana determinaba cada nueva jugada.

En este espejo sucio, manchado, tiznado, rayado y deformante, nuestra imagen más aproximada. Tan real como imaginaria. Una fantasía que encarna y se vuelve factible. O continúa allí, exigiéndonos con su anhelo siempre insatisfecho. O se degrada, entre ruinas de utopías deterioradas.

Ese sombrío reverso también lo hizo visible la literatura: cuando en 1992 se publicó la autobiografía – ficción de Reinaldo Arenas titulada Antes que anochezca el impacto revelador de la represión y censura a que lo había sometido el régimen de Fidel Castro, por escritor y por homosexual, era aún mayor debido al marco urbano en que se desarrollaba: una Habana descascarada donde las viejas mansiones acogían, en entrepiso suicidas, a estos marginales de todo bienestar.

Igual sucedía, en la desolación lúgubre de los suburbios porteños, con todos esos galpones abandonados donde tantos habitantes de Buenos Aires vieron esfumarse sus fábricas y sus puestos de trabajo ante la apertura comercial indiscriminada. Mercado libres para morirse de hambre.

Y que decir de la Caracas vanguardista donde Carlos Raúl Villanueva logró convocar a Henry Moore y Hans Arp y que ahora, en las escaleras que llevan al Museo Sofía Imber, ven ascender un turbio vaho de orina y mugre, de miseria y grasa, contaminando la arrogancia cinética de ese efímero modernismo. La rapacidad hambrienta, cerca, con la mano que pide limosna o la navaja que exige la tarjeta plástica del cajero automático, todo nuestro horizonte de países periféricos. Sin olvida, por cierto, aquella letal observación de Robert Hughes en El impacto de lo nuevo (2002) al concluir su visión de Brasilia:

“Brasilia, en menos de veinte años dejó de ser la ciudad de mañana para convertirse en la ciencia ficción de ayer. Es un testimonio , caro y feo, de que cuando los hombres piensan en términos de espacio abstracto en vez de lugares reales, en significados únicos en vez de múltiples, en aspiraciones políticas más que en necesidades humanas, tienden a producir kilómetros chapuceramente construidos en medio de ninguna parte, infestados de escarabajos Volkswagen. Lo menos que se puede esperar es que el experimento no se repita; es hora de poner fin a las tonterías utópicas.” (p. 211)

Allí están entonces nuestras ciudades entre la santería y el Internet, entre los gimnasios y la comida rápida, entre los desechables eliminados en redadas de limpieza social y los estruendosos conciertos multitudinarios donde los jóvenes también quieren ganarse su primer millón. Son ellas vistas por Armando Silva y su equipo, las que por fin adquieren sentido y razón.

Lo que nos lleva a concluir (por ahora) con las palabras de Carlos Monsiváis:

“El centralismo pagó sus malevolencias y desmesuras con las masas que descendían de camiones y trenes y aquí se quedaban porque la idea del regreso al pueblo era más arduo de soportar que el desarraigo. Y el peso del asalto demográfico impulsó y evaporó gustos y predilecciones, relativizó el comportamiento, puso en jaque a la moral tradicional, hizo todo menos alterar el equilibrio entre lo que anima a vivir a fondo la ciudad y lo que retiene en casa. Al cabo de estos años, la ciudad, tan pródiga en ofrecimientos, ya sólo dispone en rigor de una leyenda en ejercicio: el milagro de su perdurabilidad y sobrevivencia. ¿Cómo no admirar la coexistencia de millones de personas en medio de los desastres en el suministro de agua, en la vivienda, en el transporte, en las opciones de trabajo, en la seguridad pública?” (13)

Sólo parece quedar entonces la ciudad, anónima, colectiva, impersonal, como señal de identidad. Somos del tal barrio, vivimos en el estrato tal, vamos a tal centro comercial. Sobre esos evasivos espejismos la literatura vuelve a edificar la nueva ciudad, las renovadas raíces, la cultura que queda y que el tiempo inexorablemente pondrá fecha y rótulo. Las ruinas sobre las cuales se levantara una nueva generación. Tan sin memoria acaso como nuestro afán infructuoso de recrear lo que existió.



EL AZAROSO PRESENTE

Ciudad de México y Sao Paulo con 20 millones de personas cada una son hoy verdaderos países. Y como lo ha precisado Armando Silva de las 28 megalopolis con más de 8 millones de habitantes en el mundo en el año 2000, 22 están en países subdesarrollados y cinco en América Latina:

¸ Ciudad de México
¸ Sao Paulo
¸ Buenos Aires
¸ Río de Janeiro
¸ Lima

Unidas combinan una población de alrededor de 70 millones. Y aproximadamente uno de cada ocho latinoamericanos viven en esas cinco ciudades. (14)

Lo que el crítico uruguayo Ángel Rama dijo en su momento ha quedado atrás:

“La conquista española fue una frenética cabalgata por un continente inmenso, atravesando ríos, selvas, montañas, de un espacio cercano a los 10.000 kilómetros, dejando a su paso una ringlera de ciudades prácticamente incomunicadas y aisladas en el inmenso vacío americano, que sólo recorrían aterradas poblaciones indígenas.” (15)

Ahora tenemos que ver como lengua, religión, afinidades históricas, regulación jurídica, familia tribal, han cambiado sobre ese fondo en ebullición febril. Sobre esa alteración radical de los parámetros anteriores.

Un hecho curioso lo registró Perry Anderson en su libro Los orígenes de la posmodernidad:

“En inglés, la noción del “modernismo” apenas entró en el uso general antes de mediados de siglo, mientras que en castellano era corriente una generación antes. Aquí lo atrasado abrió camino a los términos del avance metropolitano, de modo muy parecido a como en el siglo XIX el “liberalismo” fue un invento de los españoles que se levantaron durante la época napoleónica contra la ocupación francesa, una expresión exótica de Cádiz que sólo mucho más tarde se aclimató en los salones de París y Londres.” (16)

El movimiento que el poeta nicaragüense Rubén Darío había bautizado como modernismo hacia 1890 y que el crítico y antólogo español Federico de Onis en 1934 había calificado como “posmodernista” al señalar una reacción conservadora dentro del mismo, que tomaba en cuenta tanto la sencillez, el prosaimo, la ironía sentimental y la poesía femenina, de Luis Carlos López a Evaristo Carriego, de Alfonsina Storni a Juana de Ibarborou, son hoy los términos recurrentes del debate cultural. Este movimiento, el modernismo, que daría independencia y autonomía a las letras hispanoamericanas, y que tendría figuras destacadas en cada una de las capitales hispanoamericanas- de José Martí en La Habana a José Asunción Silva en Bogotá, de Manuel Gutiérrez Najera en México a Leopoldo Lugones en Buenos Aires, de Ricardo Jaimes Freire en La Paz a los hermanos Machado y Juan Ramón Jiménez en Madrid, integró el continente con España, hizo retornar las carabelas con nuevos frutos verbales y nos dio la plenitud que en muchos casos la independencia política y militar no concretó.

Igual sucedería, en la década de los sesenta del siglo XX, cuando el boom literario latinoamericano, mediante una novela que se alimentaba precisamente de la fuerza imaginativa de la poesía- de Darío a Neruda, de Borges a Octavio Paz- nos daría una nueva plenitud artística, en esa constelación de nombres que de Julio Cortázar a Mario Vargas Llosa, de Carlos Fuentes a Gabriel García Márquez, de José Donoso a Guillermo Cabrera Infante, para citar sólo algunos, también serviría para replantear todas una visión de nosotros mismos y nuestra cultura en una recreación del poder y la historia, en obras como las de Alejo Carpentier y Augusto Roa Bastos, o en una indagación existencial tan perspicaz y lograda como la de Juan Carlos Onetti.

¿Porqué Carpentier y Roa Bastos escriben novelas sobre Colón y García Márquez lo hace sobre Bolívar y los Dictadores? ¿Porqué el pasado sólo lo asume, exorciza y esclarece la ficción? El mundo había cambiado y ahora el hombre americano, citadino, influenciado por la radio, la televisión y el cine, sometido a los avatares de la guerra fría, la revolución cubana, la presencia guerrillera, el creciente papel protagónico de las mujeres, el fin de las dictaduras castrenses, los movimientos populistas, como el peronismo, o la consolidación por sesenta años en México del PRI, sin olvidar el papel social que el clero enarboló como bandera, en Puebla y en mártires como Camilo Torres, nos brinda un cuadro hirviente y polifacético de una realidad en ebullición que, como siempre, el arte perfila en metáforas únicas. En nuevos mecanismos de indagación y conocimiento, como son esas obras impares llamadas Rayuela (1963) y Paradiso (1966), La ciudad y los perros (1963) y Cien Años de Soledad (1967), para sólo citar cuatro. En mundos alternativos, verbales que iluminan el nuestro: Comala, Macondo, Santa María. La cultura nuestra estaba allí. Nuestras raíces eran perceptibles pero nuestro rostro había cambiado. Su deuda externa podría ser económica pero ya no intelectual. La cultura, en muchos casos, nos brinda la madurez, autonomía y perdurabilidad que ni la política ni la economía eran capaces de brindar, en forma continuada. Del modernismo al boom una nueva tierra había sido roturada y su cosecha saboreada con avidez, deleite e inteligencia en todo el mundo.

UNA NACIÓN: INFINITAS CULTURAS

En América los diversos tiempos coexisten, desde la prehistoria hasta la Red de comunicaciones que une (aparentemente) el mundo. Desde la tradición oral que trasmite el memorioso legado de nuestras fábulas infantiles, hasta una voraz e inmediatista industria cultural que funde y recicla productos a velocidades inauditas y que evidentemente ha trocado la cultura en mercancía.

Dependencia y servidumbre de una moda comercial que del casete al CD y del vídeo al DVD acelera un consumismo y una dominación técnica progresiva, como ya en su momento lo señaló la Escuela de Frankfurt. Y que, curiosamente, en proclamados tiempos de globalización y urbanización absoluta parece retraer a la persona en el ghetto de sus barrio y en las prácticas defensivas de una nueva mentalidad medieval. Lo ha mostrado muy bien Jesús Martín Barbero, a quien cito in extenso:

“las contradicciones de la urbanización están bien a la vista: mientras ella influye la vida campesina, nuestras ciudades sufren de una desurbanización que nombra el hecho de que cada día más gente- perdidos los referentes culturales, insegura y desconfiada- usa menos ciudad, restringe los espacios en que se mueve, los territorios en que se reconoce, tendiendo a desconocer todo el resto.”

Para añadir:

“Barrios que son el ámbito donde sobreviven, entremezclados, autoritarismos feudales con la horizontalidad tejida en el rebusque y la informalidad urbana, cuya centralidad aún está asociada a la religión mientras vive cambios que afectan no solo el mundo del trabajo o la vivienda, sino la subjetividad, la afectividad y la sensualidad.” (17)

Violencia que se sufre y violencia desde la cual se responde. Ritmos urbanos del rock o del rap surcados de sonoridades étnicas. Países que se descomponen, con la muerte a diario en las calles, y mentalidades que desde la infancia padecen, en vivo o por imágenes, ese ya insensibilizador baño de sangre. Desempleo, zozobra, agresividad, ansias de fuga y la atracción, por vías lícitas o ilícitas, de una riqueza económica como única garantía de realización y triunfo. Ni los padres constituyen ya el patrón de las conductas, ni la escuela es el único lugar legitimado del saber, ni el libro ya es el eje que articula la cultura, señala Martín Barbero. Y ello es palpable en la América de nuestros días, masificada en los festivales de música, teatro o ferias del libro y poesía, balcanizada en sus intercambios de todo tipo, dónde las multinacionales de la industria cultural delimitan mercados locales o recurrentemente afligida por una universidad privada convertida en negocio rentable o, como los hospitales públicos, erosionados por la falta de recursos y mercados laborales cada vez más restringidos. Profesionales- taxistas es ya un afligente lugar común.

En los discursos fragmentados, en el vértigo audiovisual, en esa narrativa que enlaza lo idílico con lo macabro, y que ha hecho de la novela negra el género por excelencia de la actual literatura latinoamericana, además del desgarrón autobiográfico femenino, al rasgar un silencio de varios siglos, se va estructurando el nuevo mundo de nuestra cultura.

“Modernidad y posmodernidad, nación y narración: minorías y excluidos, identidades nacionales, sexuales, raciales, culturales (“géneros” de discursos); la representación y la política; territorializaciones y desterritorializaciones, periferias, fronteras, bordes y cuerpos; el problema del lector y de la existencia misma de la literatura en la era de la información visual. Y las culturas latinoamericanas en el interior de estos lugares comunes.” (18)

Al terminar el siglo XX estos eran algunos de los espacios donde se reformulaban nuestras expectativas, conscientes, quizás, de cómo las culturas populares, del cine al tango, del fútbol a los carnavales, permiten a una sociedad masificada hacerse visible en una larga duración que no se borraba del todo, trátese de mesianismos religiosos como autoritarismos políticos. De las cinco películas de larga duración que buscan asediar, desde todos los flancos, figuras como las del narcotraficante Pablo Escobar hasta los cambios, parches y costuras, con que las diversas constituciones latinoamericanas eran rehechas según las necesidades del momento, era evidente el cambio radical experimentado, en urgencias políticas, dependencias del modelo norteamericano y respuestas originales y sesgadas de parte nuestra.

Las culturas populares tenían su dinámica propia, no tenían necesidad de ser avaladas por la alta cultura, y el carácter híbrido de todo ello contrasta con el carácter monolítico en su legitimidad absoluta de la idea de nación, que se ve partida y fragmentada por la heterogeneidad de todos los grupos de la sociedad civil que constituyen los países, al reivindicar derechos preteridos: negritudes y homosexuales, mujeres e indígenas, cristianos y provincias. Todos aspiran a ser oídos. Como en el arte, el cuadro al óleo, único e irremplazable, sustituido por la instalación, donde todo cabe, del vídeo al detritus. Surge así un nuevo paradigma, ecléctico, inestable, efímero.

¿Puede un estado, más restringido en sus funciones, más cercado por un mercado omnipresente, hacer algo más que preservar monumentos y subsidiar temporadas de ópera? ¿Puede un Estado, insuficiente para brindar los necesarios cupos escolares en primaria, trazar políticas culturales de largo alcance, en territorios dónde su ausencia, por décadas, en el mantenimiento del orden público, ya es otro triste lugar común? ¿Continúa la cultura siendo el invitado fantasma de los planes de desarrollo, mencionado siempre pero siempre relegado ante las urgencias de la guerra y del conflicto? ¿Presidentes que apagan nuevos incendios, cada día, pueden proyectar una cultura propia dentro de redes de distribución que pertenecen casi siempre a compañías norteamericanas que también buscan, como no, hacer suya la excepcionalidad cultural que Europa, por ejemplo, reclama en sus negociaciones al respecto?

Mulata, mestiza, criolla e impura, la cultura hispanoamericana no es ya latina, como se decía, sino más bien ladina, en cuanto la ironía de su mirada y las argucias recursivas de su lengua le permite continuar su siempre vigorosa imprevisible trayectoria. Que tiene ya detrás suyo una historia hábil y fecunda pero que en tantas ocasiones parece requerir su renovada invención cada nuevo día. Y en esa exigencia halla el aliento por volverse cada vez más creativa y compartible. Se vuelve así la cultura nuestro mayor espacio de convivencia posible.


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1. Eric J. Hobsbawn, “Crisis de la Ideología, la Cultura y la Civiliación,” en “La Situación Mundial y la Democracia,” Volumen I, México, UNAM-F. C.E., 1992, página 48-64.

2. INSULA, “El Español en Estados Unidos y Puerto Rico,” No. 679-680, julio - agosto 2003, Madrid. Ver sobretodo Amparo Morales: “Desplazamiento y Revitalización del Español en Estados Unidos,” página 2-8. Véase también Alex Grijelmo, “Defensa apasionada del Idioma Español,” Madrid, Taurus, 1998. Y el insustituible libro de Antonio Alatorre, “Los 1.001 años de la Lengua Española,” México, Fondo de Cultura Económica, 1989. Ya Octavio Paz en “El Laberinto de la Soledad,” 1950, había dedicado un capítulo pionero a este tema: “El Pachuco y Otros Extremos.” Ver también, Tino Villanueva (compilador): “Chicanos, Antología Histórica y Literaria,” México, Fondo de Cultura Económica, 1980.

3.Gabriel García Márquez, “Por un País al Alcance de los Niños,” Bogotá, Villegas Editores, 1996. Página 5.

4. Daw Ades y otros, “Arte en Iberoamérica, 1820-1980,” Palacio de Velásquez, Madrid, diciembre de 1989- marzo de 1990. Página 285. Véase también Joaquín Torres García, “Historia de mi Vida,” Barcelona, Paidos, 1990, dónde su largo periplo por Cataluña, Bélgica, París, Roma y Nueva York lo llevaría nuevamente a Montevideo, consciente, por fin, de la dimensión americana de su arte.

5. Citado por Germán Arciniégas, “Cuando América Completó la Tierra,” Bogotá, Villegas Editores, 2001. Página 67.

6. Véase Antonio Fernández Ferrer, “La Isla Infinita de Fernando Ortiz: Antología y Prólogo,” Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil Albert, 1998. Allí, en el apartado “Los Laberintos de la Transculturación,” se discuten los avatares del término y el estado actual de la cuestión. El investigador suizo Martín Lienhard lo critica en estos términos: “En la América Latina el marco socio –político de los procesos de interacción entre la cultura de los sectores hegemónicos y la de las sub- sociedades indígenas, mestizas o populares, se caracteriza en mayor o menor grado por una evidente asimetría: los dueños de la primera, dueños también del poder global, fijan las reglas del juego mientras que los sectores marginados, salvo en los momentos de contraofensiva general, no tienen otro recurso sino el de reaccionar más o menos creativamente a la imposición de los valores o anti –valores hegemónicos.” Véase páginas 28-32. En todo caso, el papel político de los indígenas, a partir de su base agraria, trátese del café en el México zapatista, o de la coca en el Ecuador, Perú y Bolivia, es cada día más relevante. Detrás de esas expresiones sociales contemporáneas se halla siempre el sustrato ancestral de milenarias culturas.

7.Cristóbal Colón, “Textos y Documentos Completos,” Madrid, Alianza Editorial, 1982. Página 98.

8.Gerardo Reichel Delmatoff, “Indios de Colombia. Momentos vividos- Mundos concebidos,” Bogotá, Villegas Editores, 1991. Página 26. Véase también del mismo autor su fascinante “Orfebrería y Chamanismo,” Medellín, Colina, 1988, para apreciar las dimensiones filosóficas, cosmológicas, botánicas y estéticas técnicas y rituales que se desprenden del estudio iconográfico de las piezas indígenas del Museo del Oro en Bogotá.

9. “El estudio de los problemas culturales en América Latina,” en su libro “Identidad y Pluralismo Cultural en América Latina,” Buenos Aires, CEHASS, 1992. Página 179.

10. Ibíd. Página 182.

11. “Once maestros de la pintura andina,” Bogotá, Propal, 1998, dónde se encuentra Juan Gustavo Cobo Borda: “Cultura e Integración,” referido a esta región del continente. Página 13-18.

12. Prólogo a Variaciones en negro. Relatos policiales hispanoamericanos. Bogotá, Norma, 2003. Páginas 17-18.

13. Carlos Monsiváis. “Introducción: lugares comunes, sitios inesperados,” en Patricio Navia y Marc Zimmerman: Las ciudades latinoamericanas en el nuevo desorden mundial, México, Siglo XXI, 2004. P. 352.

14. En la introducción al volumen colectivo presentado en la Documenta 11 de Kassel, Alemania, y titulado “Urban imaginaries from Latin America,” dónde se estudian desde los reinados de belleza, en Colombia y Venezuela, hasta la iconografía simbólica y el lugar de peregrinaje en que se ha convertido la tumba de Pablo Escobar en Medellín. Desde las danzas del gran poder en Bolivia hasta el papel desempeñado por las madres de la Plaza de Mayo en Buenos Aires. Un fascinante y agudo caleidoscopio de la nueva cultura urbana que caracteriza América Latina.

15.Desde “Rubén Darío y el Modernismo (1970),” hasta “La Novela latinoamericana (1920-1982),” la obra del crítico uruguayo Ángel Rama siguió las peripecias, avatares y cambios de nuestra cultura, apartando conceptos como el de la transculturación narrativa y la ciudad letrada, que renovaron los enfoques.

16. Perry Anderson, “Los Orígenes de la Posmodernidad,” Barcelona, Anagrama, 1998. Páginas 9-10.

17. Jesús Martín Barbero, “Prácticas populares y usos sociales de los medios,” en “Anaconda,” Bogotá, No. 2, agosto 2003, Fundación BAT. Páginas 16-25.

18.Josefina Ludmer (Compiladora): “Las Culturas de fin de siglo en América Latina,” Buenos Aires, Beatriz Viterbo Editora, 1994. Página 9. Véase también: “Asedios a la Heterogeneidad Cultural,” Ann Arber, Asociación Internacional de Peruanistas, 1996. 524 páginas. Y el ya clásico Darcy Ribeiro, “Las Américas y la Civilización: proceso de formación y causas del desarrollo desigual de los pueblos americanos,” tercera edición, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1985. 537 páginas. Como dato curioso, y en un mundo de encuestas, estas también terminan por reflejar la heterogeneidad cultural de América Latina. Las figuras mas reconocidas e influyentes serían el futbolista Ronaldo, los líderes políticos Fidel Castro y Luis Inacio Lula da Silva y los escritores Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa según lo señala el periódico ABC de Madrid, “Blanco y Negro Cultural,” en su edición del 24-1-2004. Página 2, en la columna de J.J. Armas Marcelo: “Influyentes y Repectados:”