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Alejandro Obregón (1920-1992)


Juan Gustavo Cobo Borda


Diego Obregón, hijo mayor del maestro, y Luis Fernando Pradilla, director de la galería El Museo, en Bogotá, han emprendido la épica tarea de establecer el catálogo definitivo y razonado de la vasta obra de Alejandro Obregón, que bien puede rondar las 5.000 piezas. No solo se logrará así combatir el plagio y las falsificaciones, sino que, en los varios volúmenes  que  esta  tarea  demanda,  se podrá sustentar mejor la importancia capital de su  importancia capital de su aporte al arte colombiano del siglo XX.?

Apreciando algunos de estos imprevistos rescates, retomando el hilo de su fecunda trayectoria, estos apuntes acompañan el primer volumen de esta fundamental empresa.?La personalidad de Obregón resultaba afirmativa: rotunda, viril. Pero las perplejidades, las dudas, los silencios, también eran parte esencial de su carácter. Pertenecía a una familia de recursos, en un país de pobres irredimibles, pero había optado por un oficio que lo colocaba en el azaroso mundo de la bohemia. ¿Qué significaba ser pintor en la Colombia de entonces? Retratos académicos y algún encargo público. Aun así defendió su opción, con terco coraje, y muy pronto fue reconocido. ?

Se había educado en el exterior (España, Inglaterra, EE UU) y había sido tan vicecónsul ad-honorem en Barcelona como juvenil director de la Escuela de Bellas Artes en Bogotá. En medio de estos avatares, fue desbronzando un mundo propio. La incorporación, por fin, de una furiosa naturaleza al marco de aquilatadas decantaciones plásticas. El mundo de Cezanne, el mundo de Picasso, el de sus admirados amigos latinoamericanos: Tamayo, Lam, Matta, Szyslo.? ?

El mundo de ese bodegón que cultivó toda su vida, donde la mesa-horizonte le permitió ofrecer su reiterado repertorio: una copa, una patilla, un mangle, una iguana, una flor carnívora, una mojarra, un alcatraz, una barracuda, un chivo, un gallo. Formas que llegaban a componer, en rigor geométrico, o en énfasis gestual, su vibrante armonía. El color, que celebraba la vida, era también en su pintura una dilatada agonía. Por ello, sus pigmentos determinantes siguen siendo el rojo y el gris. ?

En todo caso, aquellos seres que pintaba, y sobre los cuales siempre volvía, también eran heridos por el rayo inmisericorde de la violencia. El cuerpo de un estudiante tasajeado sobre la escueta mesa. El paisaje elegiaco de una mujer preñada. El fúnebre cielo rasgado por un trueno de luz.??

Parecía querer estar allí donde sucedían las cosas: el 9 de abril, el 10 de mayo, el avión caído en que murió su amigo el poeta Jorge Gaitán Durán, los adioses al Che y a Camilo Torres. Pero el anverso de este rostro público, de participación y denuncia, era su conventual estudio en la calle de La Factoría en Cartagena de Indias. Su anterior cuarto de altos techos en la calle de San Blas en Barranquilla. Se aislaba para escuchar mejor la algarabía del mundo. ?

Era un intuitivo, amante de los azares del destino, pero era también un guerrero que vencía su espantoso miedo íntimo liándose a puños o enfrentándose a una vaquillona en una corrida. Riesgo, coraje, valentía, que se tradujo muy pronto en la dimensión épica de su pintura: los toros, los cóndores, las blancas cimas más altas de las cumbres andinas, el ígneo cráter de los volcanes y el vértigo enloquecido de los ciclones del Caribe borrando de la tierra las vanas pretensiones del hombre por domesticar un trópico que todo lo consume, exigiendo su refundación perpetua cada día.? ?

Por ello, algunos de sus cuadros más enigmáticos y profundos nos hablan desde el fondo del océano de la geología marina, de islas que surgen de la oscuridad del génesis, allí donde la luz es aún parte de la maciza tiniebla. Su pintura nacía con el impulso y quería vencer, con el calor original, el intolerable límite. Algo que compartían sus valiosos amigos de generación, Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Álvaro Mutis o Alfonso Fuenmayor, primer cronista del grupo. El texto de García Márquez Obregón, o la vocación desaforada, incluido en sus Notas de prensa, muestra cómo el desmadre vital de todos ellos no estuvo nunca disociado del rigor artístico. Cambiaron una cultura santurrona y represiva por un espacio más fraterno y emotivo, donde la costa dialogaba con el interior, el vallenato, el porro y la cumbia con el bambuco y las aves de Obregón, en el Consejo de Ministros o en el Congreso de la República, infundieron vitalidad al apagado cóndor de nuestro escudo. ?

Había una poderosa cautela en su ademán fraterno. Un fino tacto para seducir y acompañar, para proteger y establecer claras distancias. No le gustaba ser manoseado, por la atrevida ignorancia, pero supo captar el latido esencial de la naturaleza colombiana al velar el rostro de sus mujeres e identificarse con la figura de Blas de Lezo, tan herido como él, tuerto, manco y cojo, y tan capaz de ir más allá de él, para seguir pintando. Dos frases suyas, en su homenaje a Hernando Lemaitre, lo definen a cabalidad: ?La naturaleza fue creada casi exclusivamente para ser pintada? y ?El arte, además, sirve para vivir después de morir?.

Juan Gustavo Cobo Borda

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