[obregón]
 /biografía
Alejandro Obregón
Zozobra,
el Grito de Galán.

1976

Haydée Santamaría

Por: Andrés Orrantia
Sobre el pintor y su obra se han publicado docenas de libros, críticas, catálogos, folletos, además de cientos de artículos en periódicos y revistas, pero muy poco sobre la persona, el cómo era Obregón como individuo, como ser humano. Uno tiende a deducir quién era Alejandro a través de su pintura y a hacerse un retrato del artista con base en las múltiples anécdotas de sus íntimos amigos, García Márquez, Álvaro Cepeda, Fernando Martínez, Felisa Bursztyn, Soffy Arboleda y algunos otros que se contaban en el reducido núcleo de sus escogidos.

Sin embargo, hay un libro que cuenta, nada más y nada menos, los amores que Obregón sostuvo a lo largo de su vida con distintas mujeres (1). La autora hizo una investigación exhaustiva sobre los romances más conocidos del Maestro, pero omitió una relacion que tuvo gran significado para el artista. Se trata de Haydée Santamaría, una cubana de voluntad de hierro, que peleó codo a codo con Fidel Castro, no sólo en la espesura de la Sierra Maestra, sino en La Habana y otras ciudades, donde la feroz policía de Fulgencio Batista trató de someterla. Para ello, comentaba Alejandro, los esbirros del régimen se valieron de toda clase de infamias, comenzando por el asesinato del novio de Haydée, cuyo cadáver torturado se lo tiraron por encima del muro de su residencia.

Este crimen en lugar de desalentarla, hizo que Haydée pasara a la clandestinidad, de donde salía para Miami, con siete pasaportes falsos, para comprar armas y medicinas urgentes en la lucha guerrillera. A propósito, Obregón contaba que en una ocasión, Haydée y los pilotos que contrató, aterrizaron como suicidas, en la Sierra, con un avión cargado de agua pues la guerrilla castrista languidecía de sed.

Haydée tenía un hermano a quien adoraba: Abel. Cayó prisionero en la heroica y fallida toma del cuartel Moncada. Los esbirros de Batista lo torturaron y después de asesinarlo, le enviaron los ojos a Haydée.

Cuando triunfó la revolución en Cuba, Fidel Castro nombró a Haydée directora de la Casa de las Américas, la agencia cultural cubana que tanta trascendencia ha tenido no sólo en la Isla, sino en toda Latinoamérica.

El tiempo pasó y Haydée se enamoró, ya bien cumplidos los cincuenta, de un músico mucho menor que ella, quien la dejó por otra compañera más joven. Este último revés de la existencia fue demasiado para Haydée; no pudo soportarlo, y como Alfonsina Storni. la poetisa argentina, se adentró en el mar para olvidar sus penas.

Cuando Alejandro se enteró, escribió una carta que fue publicada en la revista de la Casa de las Américas, cuyo texto titulado: Para Haydeé todo mi amor, transcribo a continuación:

“Conocí a Haydeé en La Habana, hacia 1977, cuando viajé en compañía de Felisa Burztin y otros colegas pintores para participar en una colectiva organizada por la Casa de las Américas. En esa ocasión mostré la obra La cabeza de Galán, homenaje a un héroe popular de Colombia.
La fuerte personalidad de Haydeé me confundió en un principio. Recuerdo que fuimos con Mariano Rodríguez a visitar una casa colonial que se estaba restaurando para servir de sede a una galería de arte para la Casa. Haydeé ordenó retirar los zócalos, por considerar que las casas coloniales carecían de ellos. Yo, de impertinente, me puse del lado de Mariano, entre otras cosas, porque las casas viven más que la gente y por eso las casas deben recordar a las gentes y no al revés. Haydeé me miró con cierto recelo. Qué pasó con los zócalos, no sé; pero por culpa de ellos, nuestro afecto no fue inmediato.

Siguieron otros encuentros que resultaron maravillosos y poco a poco fui conociendo su historia de heroína y su profundidad para verlo todo a través de un lente muy especial y muy de ella. Al final de mi estancia, tenía toda mi confianza y todo mi amor.

Resolví pintar un retrato de Haydeé para regalárselo como testimonio de mi afecto y admiración por ella. No pude concretarla en un cuadro que mostrara su estampa, pero en cambio se me presentó como un manojo de flores que parecían múltiples retratos de las diferentes facetas de Haydeé, especialmente aquella de la mitad, una flor blanca que para mi era el alma de esa gran mujer terrible y tierna, a quien el alma se volvió blanca desde el día que recibió en sus manos los ojos azules de su hermano Abel.

En un segundo viaje que hice a La Habana y en un primer encuentro que tuvimos, muy de paso, en la Casa, le solté: “No hice tu retrato, pero te pinté unas flores”. Me contestó con su enorme franqueza: “A mí, Obregón, no me gustan las flores pintadas”. Ya verás, pensé para mis adentros.

Uno o dos días más tarde volvimos a encontrarnos y rápidamente se me acercó diciéndome: “Oye, chico, qué maravilla de flores has pintado. Esa blanca ¡qué maravilla!”. Me alegré porque supe que se había reconocido en ellas, y supe también que empezaba a quererme a través de mi pintura. Eso para mí fue un gran logro, porque la pintura de uno tiene que ser mucho mejor que uno mismo.

Está bien que los hombres tengamos que morirnos. Pero las mujeres no. No deben morirse nunca, y cuando lo hacen uno siente rabia y lo toma como una ofensa personal y hasta colectiva. Tú, Haydeé, y tú, Feliza, que como todas las mujeres de talento tenían esa combinación de ser implacables y niñas perdidas en un bosque, ustedes no tenían derecho a morirse.”

Cartagena de Indias, febrero 11 de 1985.
  Tomado de la revista Casa de las Americas
1. DEL CASTILLO, Rosario. (Camándula). LAS MUJERES DE OBREGÓN. Tercer Mundo, Editores. Bogotá, 1993. ISBN: 958-601-434-7I.