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El arte de leer a García Márquez
Juan Gustavo Cobo Borda

Hace medio siglo, en enero de 1957, Gabriel garcía Márquez terminaba el manuscrito de El coronel no tiene quien le escriba en Paris. Era evidente, por el rigor ascético de su estilo despojado, que había surgido un gran escritor. Cumplía así con el compromiso moral que había adquirido con su descubridor literario, Eduardo Zalamea Borda, quien el 28 de octubre de 1947, en El Espectador, ante la publicación de su primer cuento, “La tercera resignación”, había intuido y proclamado sus dotes como escritor. Seria entonces esta breve nota de Zalamea Borda el inicio de una vasta fortuna crítica, que el presente volumen no hace mas que refrendar.
Están reunidas aquí piezas claves de ese corpus crítico, como el pionero ensayo de Ernesto Volkening, de agosto de 1963, aparecido en la revista ECO, y que tan decisiva influencia ejercería en el propio García Márquez. Luego de pedir Volkening que este autor criollo fuese juzgado primero que todo, “en su individualidad, luego a la luz de lo que tenga en común con otros del mismo origen, y solo en ultimo lugar por sus posibles afinidades selectivas con el resto del mundo”, apunta uno de los rasgos claves de su mundo: la fuerza de sus mujeres, afianzadas a la tierra, y capaces de mantener la casa, en medio de las veleidades fantasiosas de los hombres, trátese de guerras inventos o de la ilusión quimérica que suscita un gallo de pelea. Sobriedad narrativa, que pelea con la típica retórica latinoamericana de la selva; capacidad, a través del fragmento, de perfilar todo un mundo; presencia cohesiva del calor tropical como algo que impregna no solo epidemias sino también alma de sus criaturas; y la fuerza de las mujeres para parlamentar con el destino, y aplacarlo en sus inclementes designios. Eran, para decirlo con las propias palabras de Volkening, “representantes, parecidas a las soberanas de un matriarcado venido a menos, que le imprime al medio trivial de Macondo cierto sello de arcaica grandeza”.
Este encanto de un aparente anacronismo es también visible en la nota del nicaragüense Sergio Ramírez cuando recuerda el papel decisivo de Rubén Darío, y de su poesía, en la obra de García Márquez. También las memorias de Rubén Darío comienzan cuando su padre lo lleva a conocer el hielo.
Perry Anderson, el ensayista ingles, autor de El estado absolutista, elabora un agudo paralelo entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa a partir de sus respectivas memorias. Si bien hay muchos puntos en común en sus trayectorias –provincia, padre ausente, internados que les fastidian, burdeles, periodismo, lectura deslumbrada de Faulkner- Anderson señala con claridad las diferencias:
“Durante el tiempo que han durado sus vidas, y si la medimos en términos de masacres, represiones, frustraciones y corrupciones, la historia de sus respectivos países no ha podido ser más siniestra, y tales elementos salen a la superficie, como era de esperarse, en sus novelas. Pero las descripciones que de su tierra y sus gentes hace García Márquez, incluso en sus páginas mas pesimistas, están imbuidas de una cierta calidez lírica, de un amor inmutable que no tiene paralelo en el mundo de Vargas Llosa, donde la relación del escritor son su entorno es siempre tensa y ambigua”.
Por su parte el premio Nobel sudafricano J.M. Coetzee al analizar Memoria de mis putas tristes y compararla con el libro que esta en su origen: La casa de las bellas durmientes (1961) de Kawabata, considera que la redención a través del voyerismo de ese viejo depravado “no es mayor cosa. Y su poca monta no se debe a su brevedad”. Esa reivindicación de la pedofilia, en un transito que va de la pasión carnal a la veneración extática, con sus remanentes cristianos de culto a la virgen, proviene mas bien de la pasión culpable de Florentino Ariza por América Vicuña, en El amor en los tiempos del cólera”, donde ahora el mal deseo por su alumna se convierte en el buen amor por Delgadina. Pero Coetzee no se hace ilusiones por los matrimonios entre viejos y jóvenes: le recomienda a García Márquez la lectura de un cuento de Chaucer, donde la pareja, en la madrugada, tras los esfuerzos de la noche de bodas, brinda una imagen destemplada:
“El viejo marido sentado sobre la cama con su gorro de dormir, la piel temblorosa de su cuello flácido; la joven esposa a su lado consumida de irritación y desagrado”.
Esta, como el trabajo de Updike, como la nota de Burgess sobre Crónica de una muerte anunciada y su temática: “Es una situación bien conocida en Europa y en comunidades sicilianas de los Estados Unidos. Es el tema de la opera Caballería rusticana. Es un asunto de cierto remoto interés antropológico. También puede ser considerado como un tema aburrido”, o el trabajo del presidente Juan Bosch contando de su mas cumplido alumno en la Universidad Central de Venezuela cuando daba un seminario sobre el cuento –y que no era otro que García Márquez- renuevan y amplían las perspectivas de lectura de una obra que es ya un clásico, capaz de situar su narrativa en un contexto de lucidez y exigencia critica acorde con su valía. Y que aproximaciones como las de Carlos Monsivais, desde México, o Daniel Samper Pizano, desde Colombia, enmarcan con rigor, entre otras 23 colaboraciones sobre el creador de Macondo.


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