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Gunter Grass: El niño que tuvo miedo
Juan Gustavo Cobo Borda

“Lo que a primera vista engaña: al pelar la cebolla comienza los ojos a inundarse” (p. 211). Tres hombres marcan estas memorias de Gunter Grass (1927): el hambre física, acuciante, que sintió Alemania después de perder la segunda guerra. El hambre sexual de otro cuerpo, reconocida por un adolescente que formo parte del ejército y lucho en el; y el hambre de arte, de formas bellas, de quien se iniciara como escultor y dibujante, antes de concentrar todos sus talentos en la literatura.
Desprender, una a una, las múltiples capas de la cebolla para recobrar a quien fue, tan próximo en fotos, en recuerdos de familia, pero a la vez tan incurablemente lejano. Pero Pelando la cebolla (Alfaguara, 2007), en sus 450 páginas, ha quedado fijada en el hecho incontrovertible y aceptado de formar parte a los 16, 17 años, de la Waffen-SS, “un sistema que planifico, organizo y llevo a cabo el exterminio de millones de seres humanos” (p. 120).
El no se lo perdonara, hasta el ultimo día de su vida; y nosotros, sus lectores, apenas si podemos intentar comprenderlo.
Veía a Alemania rodeada de enemigos, magnetizados por Hitler los jóvenes sentían que una fraternal cohesión daba norte a sus vidas, en la camaradería del coraje y la aventura. “El fusil es la novia del soldado”. Y este párrafo asaz revelador:
“Todo ello me seducía para salir del aire viciado pequeño burgués de las coacciones familiares, apartarme del padre, del parloteo de los clientes, ante el mostrador de la tienda, de la estrechez del piso de dos habitaciones del que solo me correspondía el nicho plano que había bajo el alfeizar de la ventana derecha del cuarto de estar, que debía bastarme” (p. 280).
Eso también era lo que soñaba dejar atrás, para irse por los caminos. Para perderse en el bosque, percibiendo los soldados enemigos, silbando para desconcentrar al miedo, opinándose en los pantalones. Tales circunstancias harían que el hijo adorado de mama mantuviera la ilusión de un destino de artista mientras se hacía duro y práctico: “La guerra convertía a todo soldado en asesino” (p. 106). O sobrevivía, listillo y cínico, traficando en el mercado negro, son mantequilla o cuchillas de afeitar.
Amplios campos de acopio para reunir a los soldados vencidos, bajo el ojo de Estados Unidos: allí se da la picaresca para sobrevivir, el aferrarse a un talismán que, claro, luego venderá. Miembro, en fin, de una minoría étnica cercana a Polonia, los cachubas, que han subsistido en la planicie norte de Alemania, Grass tiene la seguridad física de quien ha trabajado en las minas, de quien ha recogido cosechas y de quien, también como artista grabador en metal, esboza sus muchos autorretratos como chef encadenado, con huevos y gusanos asomando por sus ojos.
Quizás por ello el peso y la textura de los alimentos impregnan todos sus libros con títulos como El rodaballo (1977) y con sus referencias al mundo animal: El gato y el ratón (1961), Años de perro (1963), Del diario de un caracol (1972) y A paso de cangrejo (2003). Y uno de los momentos antológicos de estas memorias, que tiene varios, es como esos muchachos hambrientos, en el campo donde han sido internados, asisten, lápiz y papel e mano, a unas clases de cocina, precisas y delirantes a la vez, donde el único cerdo real era el dibujado en el tablero y el Maestro, chef en Viena, subrayaba la necesidad de separar y botar la grasa.
En ese gran horno de temperaturas extremas se fue cocinando la personalidad de Grass. Un hombre que no comulga con rueda de molino y que al referirse al canciller Adenauer no vacilara en escribir:
“El canciller Adenauer parecía una máscara, detrás de la cual se escondía todo lo que yo odiaba: la hipocresía que se las daba de cristiana, el estribillo de mentirosas aseveraciones de inocencia y la exhibida rectitud moral de una pandilla de criminales disfrazados” (p. 318).
Finalmente, esas dos otras hambres, sexualidad y arte, empiezan a encauzarse en otra acción física: tallar lapidas de mármol de cementerio. Aprovechar las viejas, con sus leyendas pías y borrar nombres y fechas, para así conseguir comida a partir de la muerte.
El niño que tuvo miedo, en una Alemania donde los muchachos deberían hacerse hombres a la brava, puede convertirse en “Un cínico prematuramente envejecido que había visto muertos despedazados y soldados ahorcados columpiándose” (p. 200).
Pero también podría seguir buscando esa quietud temporal de las formas que distingue a la belleza, sea en el mármol, la piedra o el yeso. Cuando muere su madre, en 1954, la conmovedora elegía que le dedica, era en cierto modo también por su propio país, donde había militado en las Juventudes Hitlerianas y había sido un joven nazi, como tantos otros. De ahí hasta el premio Nobel habría un muy largo camino donde “el éxito se convirtió en costumbre, la fama en aburrida y la envidia habitual en algo tan repugnante como ridículo” (p. 304). Solo que el joven enano que toca el tambor y rompe los vidrios con su grito, Oscar, el inolvidable personaje de su primera novela El tambor de hojalata (1954) era el y era alguien mejor que el, pues perdurar mas allá de dolores, infamias, culpas y alegrías. Era un ficticio personaje real absolutamente único. Era la Alemania misma lanzando su terrible grito.


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