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La poesía, la enfermedad, el dolor.

Juan Gustavo Cobo Borda

El poema que nos convoca, en un  comienzo, impreso en la tarjeta de invitación de la Casa Silva, es de Pedro Salinas:

No quiero que te vayas,
Dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles
no en ti, ni aquí, más lejos:
en la tierra, en el año
de donde vienes tú,
en el amor con ella
y todo lo que fue…
En esa realidad
hundida que se niega
a sí misma y se empeña
en que nunca ha existido,
que sólo fue un pretexto
mío para vivir.
Si tú no me quedaras,
dolor, irrefutable,
yo me lo creería;
pero me quedas tú.
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
Y mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, de que existe,
de que me quiso, sí,
de que aún la estoy queriendo.

En este poema de Salinas, el dolor es el testigo de que el amor fue; y ese dolor, esa constatación, póstuma, posterior al amor, es mudo hasta antes del poema. El dolor, en esencia cerrado, es un punto ciego que palpita en la oscuridad. Su recurrencia enloquece, y sus pausas no son un alivio, son otra forma de medir su intensidad,  acrecentada. El hombre ha buscado indirectos caminos para exorcizar ese bloque intolerable y obsesivo a la vez que es el dolor, y la poesía ha sido uno de ellos, quizás el más usado para su exorcismo, para horadar esa tiniebla que se vuelve absoluto, para huir de su luz despiadada y refugiarse en la caverna protectora de la sombra.
Este recorrido por el dolor podríamos iniciarlo con el Libro de Job. El Libro de Job, de la Biblia, tiene un tópico al que recurre la literatura en posteriores momentos de la historia. El hombre, que goza la felicidad, que tiene consigo todo, de pronto se ve herido, tajado por el rayo, y llega a recibir de quienes lo acompañan, de sus amigos, el consejo, y más tarde —pudiéramos decir— el nuevo dolor de arrepentirse y de humillarse, de reconocer sus faltas, de aceptar que todo lo que tenía y que ha perdido, es necesario para purgar su culpa. Y ese dolor alcanza dimensiones metafísicas, inconmensurables, hasta el punto de que Dios mismo, “en un torbellino”, como dice la Biblia, interviene en la discusión, recordándole al hombre , su insignificancia.
En un agudo ensayo, “Un prefacio a la Biblia hebrea”, George Steiner recuerda estos diálogos de Job, recuerda su traducción a la lengua inglesa.

Que las estrellas del crepúsculo se oscurezcan,
que busque el crepúsculo luz y no la haya,
(¿… ¿) al amanecer del día.
¿Por qué no cerró la luz de las puertas de la matriz
de mi madre? ¿Por qué no morí al salir de la matriz,
por qué no entregué el alma al salir del vientre?”.

Ese lamento, esa negación de la vida, para suavizar y disminuir el dolor, va a estar presente en muchos escritores, y también ese momento, terrible, del dolor  que es el  recuerdo de la felicidad perdida.

Un cuento del conde León Tolstoi, “La muerte de Ivan Illich”, presenta el mismo dolor de Job, pero ya sin Dios. Un hombre logra posición, logra armar su apartamento en  Moscú, tiene los mejores bienes de la tierra, y de pronto le descubren la enfermedad, y ve cómo todo se va entenebreciendo, cómo el horror de sí mismo y de los seres que lo rodean es cada vez más apabullante . En ese horror, repite Iván Illich el leimotiv del Libro de Job, viendo la inutilidad de todo esfuerzo, de todo afán, y la avidez que queda y el silencio que se apodera de él. Recuerden esa escena conmovedora del final del cuento, cuando el criado, un hombre fuerte, sólido, acepta sostener las piernas de Iván levantadas para aliviar el dolor. Él sabe que morirá pronto, y sabe que ese siervo, en esa Rusia despótica y feudal que está en la misma condición de un esclavo, es el único ser humano, porque su esposa piensa en la pensión futura , porque su hija imagina la fiesta a donde va a ir apenas él muera. Illich sólo tiene ese criado para que le levante los pies y lo mantenga, un poco todavía, en vida. Dolor de la pérdida y, al mismo tiempo, presencia de la humanidad, de la leche de la bondad humana.

El tema del dolor nos lleva a otros momentos que, para mí, son representativos: Rembrandt, el gran pintor, pinta los momentos de mayor dolor posible, uno, cuando un padre se ve obligado —otra vez por la voz que sale del torbellino de Dios— a matar a su hijo; cuando el cuchillo va a caer, un ángel le detiene la mano; el otro, cuando pinta a Sansón, que en medio de la caverna y de la oscuridad, siente —y sentimos nosotros— la lanza que le va a perforar el ojo y le va a quitar la visión. Es Rembrandt.

Un poeta andaluz, escritor de la alegría, de la copla, Manuel Machado, dijo sobre Rembrandt y sobre su famoso cuadro “La lección de anatomía del doctor Tulp”:

LA LECCIÓN DE ANATOMÍA DE REMBRANDT

Los enemigos de la luz, rincones,
y entrañas, surgen, por la vez primera
en tremendas y fúlgidas visiones,
de atroz verdad y resplandor de hoguera.

Lumíneos ocres, cálidos carmines,
ebúrneas y rosadas morbideces,
dejaron los dorados camarines,
para hacer sangre, podre y livideces.

Fue Rembrandt, cuyo nombre al mundo asombra,
artista poderoso e  insensato,
pincel-puñal de palpitante nervio.

Fue Rembrandt vencedor de luz y sombra,
y el dolor tuvo su primer retrato,
y la miseria su pintor soberbio.

Ese reconocimiento de Manuel Machado a Rembrandt nos muestra que no era aquél el poeta frívolo que muchos ven como opuesto a su hermano Antonio. Borges, quizás, tenía algo de razón con su respuesta a la pregunta que en una ocasión le hicieron los españoles, que admiraban a Antonio: “¿Le gusta a usted el poeta Antonio Machado?” La respuesta del escritor argentino fue la siguiente: ¿Cómo, Manuel tuvo un hermano, tambien poeta?
Quizás Borges había leído el poema “Lección de anatomía de Rembrandt”.

Sigamos este río de livideces con un hombre próximo a nosotros, nacido en los Andes, en Santiago de Chuco, de padre gallego y madre chimí; un hombre que fue peón, arriero, que tuvo el drama del provinciano en la capital, que fue encarcelado por “incendio, asalto, homicidio frustrado, robo y asonada” en un tumultuoso motín popular: César Vallejo. Vallejo, en Los heraldos negros, de 1918, nos da quizás la “primera piedra negra y blanca” —como decía él— de lo que significa el dolor.

ESPERGESIA

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Todos saben que vivo,
que soy malo; y no saben
del diciembre de ese enero.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Hay un vacío
en mi aire metafísico
que nadie ha de palpar:
el claustro de un silencio
que habló a flor de fuego.
Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Hermano, escucha, escucha...
Bueno. Y que no me vaya
sin llevar diciembres,
sin dejar eneros.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Todos saben que vivo,
que mastico… Y no saben
por qué en mi verso chirrían,
oscuro sinsabor de féretro,
luyidos vientos
desenroscados de la Esfinge
preguntona del Desierto.

Todos saben… Y no saben
que la Luz es tísica,
y la Sombra gorda…
Y no saben que el Misterio sintetiza…
Que él es la joroba
musical y triste que a distancia denuncia
el paso meridiano de las lindes a las Lindes.

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo,
grave.

La voz que habla en Job, habla en Vallejo. Después de Los heraldos negros Vallejo tiene un gran cambio en su vida, saliendo de Santiago de Chuco a Lima, pero el dolor, el hambre, la enfermedad, en el escenario la infancia, seguirán siendo los motores creadores de su poesía. La parte religiosa es también importante en su obra de esos tiempos —Vallejo es un Cristo—; pero luego se volcará hacia una dimensión más colectiva, más social. Leamos otro poema de Los heraldos negros.


LA CENA MISERABLE

Hasta cuándo estaremos esperando lo que
no se nos debe… Y en qué recodo estiraremos
nuestra pobre rodilla para siempre! Hasta cuándo
la cruz que nos alienta no detendrá sus remos.

Hasta cuándo la Duda nos brindará blasones
por haber padecido…
Ya nos hemos sentado
mucho a la mesa, con la amargura de un niño
que a media noche, llora de hambre, desvelado…

Y cuándo nos veremos con los demás, al borde
de una mañana eterna, desayunados todos.
Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde
yo nunca dije que me trajeran.
De codos
todo bañado en llanto, repito cabizbajo
y vencido: hasta cuándo la cena durará.

Hay alguien que ha bebido mucho, y se burla,
y acerca y aleja de nosotros, como negra cuchara
de amarga esencia humana, la tumba…
Y menos sabe
ese oscuro hasta cuándo la cena durará!


Es Vallejo, entre el hambre de los desamparados, comprometido con ellos como luego lo iba a estar con los revolucionarios de Rusia y con los defensores de la República Española en la Guerra Civil. Después el poeta abandona América para sufrir la lluvia, el hambre, el dolor, en un Paris que le atraia y le haria tambien sufrir. Sus amigos, los que iban a reconocer sus méritos como José Carlos Mariátegui y el poeta español José Bergamín, sabían que era una especie de Cristo hambriento, de hombre que quería recobrar la infancia, errante, condenado y fugitivo. Muchos de los poetas que mencionan el dolor, son precisamente fugitivos, errantes con hambre que quizás sólo encuentran el pan en la poesía.

Pasemos a otro texto de César Vallejo, en prosa, de Poemas humanos. Ya está en París, ya conoce la vanguardia y ha publicado Trilce en 1922; ya es, junto a Pablo Neruda, la gran figura de la poesía latinoamericana. Hablo de este poema que habla de dolor, pero su título refiere, no obstante, una expectativa: “Voy a hablar de la esperanza”.

VOY A HABLAR DE LA ESPERANZA

Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me
duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser
vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como
mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me
llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor.
Si no fuese artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre
ni ser vivo siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico,
ateo, ni mahometano, también lo sufriría. Hoy sufro desde
más abajo. Hoy sufro solamente.

Vallejo, en el comienzo del poema, ya ha trascendido ese modernismo de Los heraldos negros; ya ha trascendido incluso su raíz, el quedarse perdido en la casa, mientras la mamá se fue; el estar en la cárcel, el ver que todavía el horno  produce pan. “Hoy sufro desde más abajo”: y es que el dolor no tiene explicación.

Me duelo ahora sin explicaciones. Mi dolor es tan hondo,
que no tuvo ya causa ni carece de causa. ¿Qué sería su
causa? ¿Dónde está aquello tan importante, que dejase
de ser su causa? Nada es su causa; nada ha podido dejar
de ser su causa. ¿Ha qué ha nacido este dolor, por sí
mismo? Mi dolor es del viento del norte y del viento del sur,
como esos huevos neutros que algunas aves raras ponen
del viento. Si hubiera muerto mi novia, mi dolor sería igual.
Si la vida fuese, en fin, de otro modo, mi dolor sería igual.
Hoy sufro desde más arriba. Hoy sufro solamente.

Ese dolor de “más abajo”, ese dolor inexplicable, concluye así:

Miro el dolor del hambriento y veo que su hambre anda tan
lejos de mi sufrimiento, que de quedarme ayuno hasta morir,
saldría siempre de mi tumba una brizna de yerba al menos.
Lo mismo el enamorado. ¡Qué sangre la suya más engendrada,
para la mía sin fuente ni consumo!

Yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran,
inevitablemente, padre o hijos. Pero he aquí que mi dolor
de hoy no es padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer,
tanto como le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en
una estancia oscura, no daría luz, y si lo pusiesen en una
estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy sufro suceda
lo que suceda. Hoy sufro solamente.

El dolor, el sufrimiento, sin razón o con razón; el dolor, desde más abajo, recordándonos que no tiene causa ni sentido cuando es así de fuerte y de brutal; cuando todas las cosas están impregnadas de él. Esa pequeña figura, crística, César Vallejo, está asumiendo todo el dolor del mundo. Luego ese dolor lo volverá solidaridad en la Guerra Civil Española, junto a los muchachos españoles enfrentados a la barbarie y al destrozo. Vallejo habla de un dolor que está más allá de lo físico, más allá de las circunstancias históricas, de un dolor que es inherente a nosotros mismos.

Nuestra ruta por el dolor nos lleva a un poeta que nació en Rumania, en la región Bucovina, que es ocupada por los rusos en 1940 y dos años después por los alemanes y los rumanos. Un día, cuando el poeta regresa al amanecer a su casa, no encuentra a sus padres. Estos habían sido deportados por los alemanes, y luego muertos en las cámaras de gas en los campos de concentración. Él se quedó en un campo de trabajos forzados, hasta establecerse en Bucarest en 1945. Paul Celan, como Vallejo, era un errante. En 1947 se mudó a Viena, y en 1948 se estableció en París, a donde llega como profesor de Literatura Alemana en la Escuela Normal Superior. Era un gran lector de Heidegger, quien le envió especialmente sus obras. Celan visitó al filósofo alemán en su retiro, en la selva negra; algunos de los temas del filósofo van a estar en los poemas del poeta. Celan, además de poeta, fue traductor al alemán de Rimbaud, Apollinaire y Michaux; traductor al alemán de Shakespeare, Emily Dickinson y Marianne Moore; traductor al alemán de Blok y de Mandelstam. En 1970, este escritor que conversaba con las figuras más destacadas de la intelectualidad y que tenía esa nostalgia de su Rumania y de su idioma, se suicidó arrojándose desde un puente de París al Sena.

Paul Celan tenía un núcleo de dolor que lo conformaban la muerte de sus padres en los campos de concentración y el hecho de ser judío; y tenía, al mismo tiempo, otro asunto más dramático, el de ser poeta a través de la lengua de sus asesinos. Él tenía que escribir —porque el rumano no era una lengua suficientemente expresiva— a través de un idioma que estaba corrompido por la retórica nazi y por la muerte. Hizo una poesía cada vez más tensa, elíptica, silenciosa y breve, que está llena de hiatos y de dislocaciones. El dolor no permite la retórica, la expansión, sino más bien la concentración sobre su propio núcleo. Por eso este poeta usará muchas palabras compuestas —el alemán se presta para ello—, y algunas de ellas aluden, como el olor de las almendras, al mismo olor del gas con el cual los judíos, los gitanos, eran quemados en estas cámaras de gases, aludiendo al mismo tiempo a algo que siempre impresiona sobremanera, el modo como encontraban a los judíos, después de muertos, con las uñas de las manos clavadas en el hermano vecino. Habían quedado aferrados como en una suerte de vínculo, final y postrero, en el estertor y en el horror de esa muerte a través de una uña clavada en el otro. La herida era el vínculo de amor entre ellos, un anillo. Celan tenía que afrontar esos recuerdos.


TENEBRAE

Estamos cerca, Señor,
cerca y a la mano.

Agarrados ya, Señor,
unos en otros incrustados, como si
el cuerpo de cada uno de nosotros fuera
tu cuerpo, Señor.

Reza, Señor,
rézanos,
estamos cerca.

Encorvados íbamos,
íbamos a inclinarnos
sobre la hondonada y la laguna.

Al abrevadero íbamos, Señor.

Este era el poeta que veía a su pueblo, otra vez, como animales hacia el abrevadero; el poeta que sabía que no podía decir nada en la lengua de los asesinos, y sin embargo lo intentaba.

Era sangre, era,
lo que derramabas, Señor.

Brillaba.

Nos arrojó tu imagen a los ojos,
Señor,
ojos y bocas tan abiertos y
vacíos, Señor.

Hemos bebido, Señor.
La sangre y la imagen que había en la
sangre, Señor.

Reza, Señor.
Estamos cerca.

  ¿Cómo se puede a través del dolor llegar a la poesía? ¿Cómo se puede con esta situación límite crear? ¿Se tiene que apelar, como en este caso, a la plegaria? ¿Se tiene que apelar a las imágenes del éxodo de un pueblo? ¿Se puede buscar en el lenguaje ya muerto, un resplandor ultimo?

Hay dos textos más de Paul Celan que quiero compartir con ustedes y que tratan de asuntos aún más dolorosos y dramáticos, alucinantes casi, como es el de ordenar al futuro cadáver, abrir la fosa al pie de la cual lo van a matar. Y el de la leyenda según la cual los oficiales nazis, después de matar, oían la música de Bach. Esto era el límite entre la razón y la sin razón, entre la vida y la muerte. Pero había otro hecho perturbador para Celan como poeta: cuentan que en uno de esos campos de concentración los nazis estuvieron siempre atentos a preservar un árbol porque, según se decía, lo había sembrado Goethe. En medio de lo que Heidegger señalaba como la época de la técnica —ese método sistemático de eliminar a más de seis millones de personas a través de gases con olor a almendra lo era—, era el afán de cuidar y de preservar el árbol sembrado por Goethe, paradigma de la ciencia, la poesía y la razón. De esos judíos que debían cavar su tumba, nos habla Paul Celan en el siguiente poema.

Había tierra en ellos y cavaron.
Cavaron y cavaron,
así pasó su día, su noche.
Y no adoraban a Dios quien,
según oyeron,
todo esto quería,
quien según oyeron,
todo esto sabía.

Cavaron y no oyeron nada más.
No se hicieron más sabios,
No inventaron canción alguna,
No idearon ningún lenguaje.
Cavaron.

Aquí está el enlace entre dolor, enfermedad y poesía. La enfermedad de este mal que erosiona toda noción humana, está posibilitando que estos hombres que cavaron, que no dejaron nada, dieran origen al poema.

Vino una calma,
vino también una tormenta,
vinieron los mares todos.
Yo cavo,
tú cavas,
y cava también el gusano.
Y lo que canta allí, dice:
“Ellos cavan”.
Oh, uno,
oh, ninguno,
oh, nadie,
oh, tú.
¿Hacia dónde fue,
ya que no fue a ninguna parte?
Oh, tú cavas
y yo cavo hacia ti,
y en el dedo asoma el anillo.

Es el símbolo del anillo de boda, del anillo de la identificación para los que no tienen nombre, para lo que cavan esa fosa en la tierra, pero también en el aire, en el olor a almendra de los gases que los envuelven.   
Celan escribió también, primero en lengua rumana que alemana, un poema que tuvo otro título antes de volverse uno de sus poemas emblemáticos, “Fuga de la muerte”; alude a la fuga musical. Cuando lo publicó primero en rumano, se llamó “Tango de la muerte”. En esos campos de concentración, la gente creaba pequeños grupos musicales  para cantar y recordar, para sentirse menos desamparados. Hay una foto muy conmovedora en que se muestra a un grupo de judíos que había hecho una suerte de violín con palos y cuerdas. Alguna de las canciones que cantaron en aquellos tiempos fueron tangos.

Negra noche del alba en la noche te bebemos.
Te bebemos por la mañana, y al mediodía te bebemos,
al atardecer bebemos y bebemos.
Un hombre habita la casa, juega con las serpientes, escribe.
Escribe cuando oscurece: “Alemania,
tu cabello de oro Margaret, tu pelo de ceniza sulamita,
paladas abrimos una fosa en los aires, donde no hay estrechez.

En esa “negra leche del alba”, que Celan bebe, está resumida esa fuerza silenciosa, ese más abajo, sin explicación, de César Vallejo.

Hablaremos ahora de Anna Ajmátova. En 1921 fusilan a su marido, Nicolás Gumiliov; después de eso, la censuran y no puede publicar entre 1923 y 1940. Viene luego un pequeño momento, un atisbo de luz, y en 1946 es de nuevo condenada por el régimen y destierran a su hijo, por segunda vez, a Siberia. “Réquiem” es un poema que sólo se publica en Rusia en 1989. Uno de los grandes filósofos contemporáneos, Isaías Bherlin, que había estado exiliado en Londres, va un día a Moscú en compañía de un hijo de Winston Churcill y visita en una sola noche a Anna Ajmátova. Es una noche decisiva en la vida de Isaías Bherlin, que siempre la recordará; para Anna Ajmátova, será también una noche igualmente llena de revelaciones, de epifanía, pero esa noche le costaría dos décadas de ostracismo. El régimen le quitaría el carnet para comprar comida, le suprimiría todas las posibilidades de trabajo —era traductora—; quedaría como una paria, teniendo que vivir en el mismo apartamento donde vivía su segundo marido con su mujer, porque era tal la necesidad de espacio vital en la Rusia de ese entonces, que todas las familias—con sus nuevos maridos y sus hijos anteriores, si era el caso— tenían que convivir en un mismo espacio limitado.
¿Qué hacía alrededor de 1946 Anna Ajmátova —que perdió su belleza esplendorosa, una belleza magnífica que marcó a todos sus amigos con fascinación—?: Hacia filas delante de una prisión en Leningrado para enterarse sobre su hijo, para confirmar si seguía vivo, para tratar de llevarle algo. Oigamos algunos fragmentos de “Réquiem”.

Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel
en Leningrado, en los terribles años del terror.
Un día, alguien me reconoció.
Detrás de mí una mujer, los labios morados de frío,
que nunca había oído mi nombre,
salió del lugar en que hacía la cola,
un pasadizo vigilado por la policía,
y me preguntó al oído —allí se hablaba sólo en susurros—:
¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije: puedo. Y entonces, algo como una sonrisa,
asomó a lo que había sido su rostro.

Esa promesa que Ajmatova le había hecho a esa mujer en la fila, implicaría que durante —como ella lo fecha— por lo menos 10, 15 años, estuviera trabajando en su poema “Réquiem”.  Es el peso tremendo de la palabra ante el dolor, ante esa enfermedad que es el poder —enfermedad que silenció a Celan y que también censuró a Anna Ajmátova.


Puede una pena así mover montañas
y detener la corriente de un gran río,
pero no puede quebrar con su fuerza los cerrojos
que nos separan de las celdas y los presos
llenos de angustia mortal.

Hay quien respira el fresco de la brisa
Hay quien siente la dulzura del sol cuando se pone
Pero nosotras, en la desdicha compañeras,
oímos sólo el sonido ominoso de las llaves
y los pasos de plomo del soldado.

Nos levantábamos como para la misa del alba
cruzábamos la ciudad embrutecida
y más muertas que vivas nos encontrábamos allí
se acortaban las horas de sol, la niebla pesada sobre el Neva
pero aún la esperanza cantaba a lo lejos la sentencia

Brotan de pronto lágrimas y una mujer se siente fuera del grupo
como si le hubieran arrancado el corazón
y brutales lo arrojaran al suelo
para luego soltarla. Así camina tambaleándose sola

¿Dónde están hoy aquellos con quienes sin querer
compartí mis dos años de infierno?
¿Qué formas adivinan en las ventiscas de Liberia
qué presagios en el aro de la luna?
A ellos envío mi adiós.

Este es el comienzo del “Réquiem”. Leo otro fragmento.

Diecisiete meses hace que grito llamándote a casa.
Me he postrado a los pies del verdugo, hijo mío, terror mío.
El mundo entero es confusión y yo ya no sé distinguir
quién es la bestia y quién es el hombre.
¿Cuánto falta para tu final? Quedan solo flores polvorientas,
el rumor de las lámparas de incienso y huellas que
no llevan a ninguna parte.
Directo a los ojos me mira, mal augurio de una muerte
cercana, una inmensa estrella. Diecisiete meses hace que grito llamándote a casa.
Me he postrado a los pies del verdugo, hijo mío, terror mío.
El mundo entero es confusión y yo ya no sé distinguir
quién es la bestia y quién es el hombre.
¿Cuánto falta para tu final? Quedan solo flores polvorientas,
el rumor de las lámparas de incienso y huellas que
no llevan a ninguna parte.
Directo a lo ojos me mira, mal augurio de una muerte
cercana, una inmensa estrella.


Todo el cosmos se ha hecho parte del dolor de Anna Ajmátova; el cosmos se ha convertido en espejo. Ella, quien ha compartido el dolor con las otras mujeres, está de alguna forma intacta en su poesía y en ese poema admirable, extenso, pero a la vez silencioso. El dolor engendra poesía, y en alguna forma, el dolor mantiene la vida.
No es nada alentadora esta conferencia, como ustedes pueden darse cuenta. Pero pienso que es precisamente el dolor y la valentía con que estos poetas lo afrontaron, una señal de que podemos leer esos poemas y combatir a Babel con Babel. El mundo de Babel, el mundo de sus referencias topográficas, de su espacio vital, borró todo. Borró las fronteras de los países, todo fue arrasado por las hordas que invadían, como hace recientes años en Sarajevo. Todos esos lugares en donde había tan grandes poetas, en donde había la tradición de una lengua, en donde los famosos lectores del Talmud, judíos que se pasaron toda una vida reflexionando sobre una letra de los textos sagrados,  todos esos artistas del silencio y de la vigilia —“de la negra leche del alba”—, todo eso desapareció y sólo subsistió la palabra en la lengua de los asesinos. Theodoro Adorno lo dijo: “no se puede escribir poesía después de Auschwitz”. Pues no, al filósofo y sociólogo alemán lo refutó el poeta rumano.
El que quizás menos tenía que ver con el dolor era Henry Michaux. Nacido en Bélgica, en 1949, murió en Paris en 1984. Emil Cioran cuenta cómo era Michaux: “Michaux era siempre un hombre que me sorprendía porque me llevaba a ver películas científicas. Yo no entendía absolutamente nada. Michaux gozaba mucho con una cinta   sobre los movimientos de una araña, sobre el movimiento de los párpados de una avispa. Eran películas átonas; no había música. Era frialdad científica, análisis”. A Michaux le encantaba explorarse a sí mismo para desvanecerse. Había escapado en un barco de su casa en Bélgica, llegando a América. Escribió un libro, que tradujo Borges, Ecuador, y se enamoró de una hermana de Victoria Ocampo, Angélica. Parecía una especie de entomólogo o botánico. Se ponía a analizar los movimientos de un ser rarísimo, espasmódico, que se transformaba en muchos seres y que vivía en países imaginarios, y ese ser que diseccionaba en su poesía, era él mismo. Él quería convertirse en otro, y al no poder ser un místico, empieza a burlarse de los señores de la muerte, dibuja, toma mezcalina para seguir, como una especie de sismógrafo, los movimientos del ser humano, como una rana a través de la cual pasa la electricidad.  Y este sismógrafo de países imaginarios en la figura de Pluma, de viajes en torno a su celda, es en alguno de sus poemas de una violencia inusitada. Él dice, “Yo cogí a mi rey —hablando de sí mismo—, y lo apaleé, y lo escupí, y me pase la noche feliz atormentándolo, y logre casi sentir que se iba a morir. Y al alba resurgió más fuerte que nunca”. Michaux cultivaba ese boxeo.
Michaux, en 1948, publica un poema, “Nosotros dos aún”. Es un largo texto en el que se dirige al fuego; leamos algunos fragmentos.


NOSOTROS DOS AÚN

…Es el silencio que hizo callar mi canto.
No supiste jugar, atrapaste las cuerdas pero no supiste jugar.
Pronto lo malversaste todo, rompiste el violín.
Arrojaste una llama sobre la piel de seda
para convertirla en un horrible pantano de sangre.

Ella estaba en un tren con destino al mar,
en un cohete fugaz sobre la roca,
avanzaba aunque inmóvil hacia la serpiente de fuego
que habría de consumirla y fue entonces que sorprendió
de un salto a la confiada mientras peinaba su cabellera
contemplando en el espejo su felicidad.
Y cuando vio subir la llama, oh, se vio
atrapada en un rincón, detenida, como ante un gran tema
de meditación para resolver de inmediato.
Dos segundos más tarde, dos segundos demasiado tarde,
huía hacia la ventana pidiendo auxilio.
Toda la llama entonces la envolvía.



Ella está en una cama desde la que su pena sube al cielo
sin encontrar un Dios. Desde la que su pena baja hasta
el fondo del infierno sin encontrar un demonio.


El hospital duerme, la quemadura despierta.
Su cuerpo como un parque abandonado.
Defenestrada de sí misma
busca cómo regresar, rema en un vacío que no responde a sus movimientos,
carga ciega a través de una barrera de dolor,
durante un mes remonta el río de la vida, natación atroz.
Paciente entre innumerables ámpulas vuelve a trazar
sus formas elegantes, teje de nuevo la camisa
de su fina piel, la curación está cerca.
Mañana caerá el último vendaje, mañana, aire de sangre,
no supe jugar, tampoco supiste tú.
Arrojaste súbitamente, estúpidamente
tu ridículo coágulo obstructor a lo ancho de una nueva aurora.

Desde ese instante perdió toda orientación,
no tuvo más remedio que volverse hacia la muerte,
apenas sí había entrevisto la ruta.
Un segundo abrió el abismo, el siguiente la dejó caer.
Quedamos pasmados en esta orilla, no tuvimos tiempo de decir adiós.
No tuvimos tiempo de hacer siquiera una promesa.
Ya había desaparecido de la película de esta tierra.

A esa mujer, en el hospital, a la cual un coágulo mata, trata Michaux de acercase. Sigue conservando esa especie de frialdad científica al hablar de los elementos del hospital, de la película de esta tierra, y de pronto

Lu Lu en el retrovisor de un breve instante, Lu, ¿no me ves?
Lu, el destino de estar siempre juntos en el que tenías tanta fe.
¿Y bien? Tú no vas a ser como otros que nunca más vuelven a dar señales,
devorados por el silencio. No, a ti no puede bastarte una muerte
para llevarte tu amor.
Pero tengo miedo.

Sumemos este otro fragmento conmovedor:

No hemos tomado suficientes precauciones.
Debíamos estar más informados. Alguien me escribe
que serás tú, mártir, quien ahora velará por mí.
Oh, lo dudo. Cuando toco tu fluido tan delicado,
que permanece en tu cuarto y tus objetos familiares
que sostengo en mis manos, este fluido tenue que era siempre
necesario proteger.
Oh, lo dudo. Lo dudo y tengo miedo por ti,
impetuosa y frágil expuesta a las catástrofes.
Sin embargo voy a las oficinas en busca de certificados,
desperdiciando momentos preciosos que sería mejor emplear
precipitadamente entre nosotros mientras te estremeces
esperando con tu maravillosa confianza que yo acuda a rescatarte,
pensando que seguro vendrá.
Pudo haber demorado, pero no ha de tardar.
Vendrá, yo lo conozco, no va a dejarte sola. No es posible.
No va a dejar sola a su pobre Lu.

Y este otro fragmento.

Hecho de menos tu sufrimiento atroz en la cama del hospital
Cuando llegaba por los pasillos nauseabundos traspasados de gemidos
hasta la momia espesa de tu cuerpo vendado cuando escucha
surgir de pronto como el “la” de nuestra alianza, tu voz suave,
musical, mesurada, que resistía con valor a la fealdad de la desesperación,
cuando cerca de ti escuchabas mis pasos y murmurabas liberada:
ah, estás aquí.

Y termina:

El que está solo en la noche se vuelve contra la pared
Para hablarte. Conoce las cosas que te animaban.
Quiere compartir contigo su día.
Tiene siempre algo que contar, pero podría ser que tu persona
se hubiese convertido en un aire del tiempo de la nieve.
Un aire que entra por la ventana que volvemos a cerrar
Con un escalofrío o con el malestar precursor del drama
Como me sucedió hace algunas semanas.
El frío se echó de pronto sobre mi espalda. Me cubrí
Y me di vuelta precipitadamente cuando tal vez eras tú,
Ofreciendo tu mayor tibieza y anhelando ser bien recibida.
Tú tan lúcida, no podías expresarte de otra manera.
Quién sabe si en este mismo instante no esperas ansiosa
Que yo al fin comprenda y vaya lejos de la vida
Donde tú ya no estás a reunirme contigo,
Pobremente, sí, pobremente sin recursos, pero nosotros dos aún,
Nosotros dos.

El dolor engendra el silencio y engendra el frío. Pero el silencio y el frío pueden ser una forma de comunicarnos a través del alivio y de la esperanza, puede ser el anillo de la poesía.
Como estas dosis son demasiado fuertes, creo que debemos ir terminando. Hemos estado en el silencio, en la negrura, en el hospital, en la cárcel, en el hambre, en la pérdida de todo, como Job e Iván Illich, y ahora nos asomamos a dos poemas finales, para ver cómo el dolor, la enfermedad y la poesía, puede ser también motivos para que la palabra se expanda y cubra todas esas miserias con un tono de oráculo, el tono de Álvaro Mutis.

PREGÓN DE LOS HOSPITALES

¡Miren ustedes cómo es de admirar la situación privilegiada
de esta gran casa de enfermos!
¡Observen el domo de los altos árboles cuyas oscuras hojas,
siempre húmedas, protegidas por un halo de plateada pelusa,
dan sombra a las avenidas por donde se pasean los dolientes!
¡Escuchen el amortiguado paso de los ruidos lejanos,
que dicen de la presencia de un mundo que viaja
ordenadamente al desastre de los años,
al olvido, al asombro desnudo del tiempo!
¡Abran bien los ojos y miren cómo la pulida uña
del síntoma marca a cada uno con su signo especial
de desesperanza,
sin herirlo casi, sin perturbarlo, sin moverlo de su
doméstica órbita de recuerdos y penas y seres queridos,
para él tan lejanos ya y tan extranjeros en su territorio de duelo!
¡Entren todos a vestir el ojoso manto de la fiebre y conocer
el temblor seráfico de la anemia,
o la transparencia serosa del cáncer que guarda su materia
muchas noches,
hasta desparramarse en la blanca mesa iluminada
por un alto sol voltaico que zumba dulcemente!
¡Adelante, señores!
Aquí terminan los deseos imposibles:
el amor por la hermana,
los senos de la monja,
los juegos en los sótanos,
la soledad de las construcciones,
las piernas de las comulgantes,
todo termina aquí, señores,
¡entren!, ¡entren!
Obedientes a la pestilencia que consuela y da olvido,
que purifica y concede la gracia.
¡Adelante!
Prueben
la manzana podrida del cloroformo,
el blando paso del éter,
la montera niquelada que ciñe la faz de los moribundos,
la ola granulada de los febrífugos,
la engañosa delicia vegetal de los jarabes,
la sólida lanceta que libera el último coágulo, negro
ya y poblado por los primeros signos de
la transformación.
¡Admiren la terraza donde ventilan algunos de sus males
Como banderas en rehén!
¡Vengan todos,
feligreses de las más altas dolencias!
¡Vengan a hacer el noviciado de la muerte, tan útil
a muchos, tan sabio en dones que infestan
la tierra y la preparan!

   Mutis, con su habitual goce de la palabra y su ironía profunda, nos muestra lo prohibido en el dintel de lo que vamos a perder: “las piernas de las comulgantes, los senos de las monjas”. En medio del templo, el demonio; en medio de la descomposición del cuerpo, el rigor de la poesía.
En otro poema de Mutis, también de Reseña de los hospitales de ultramar, hay una escena memorable cuando en el Hospital de la Bahía están tendidos los cuerpos en esos camastros de tierra caliente, y el agua viene y los vivifica y los hace de nuevo sentirse con una coraza que les prolonga la vida. Hay, en especial, un momento que me parece muy revelador de esta relación entre dolor, enfermedad y poesía.

EL ENFERMERO

Ese sí que sabía algunas cosas admirables y nada tristes.
Contaba por ejemplo la construcción de la torre de Babel
O el rescate de los dolientes o la batalla sin banderas
Largas historias en las cuales él aparecía discretamente
Al fondo
Como un viejo actor que hubiese conocido antaño
Los favores del público y que ahora
En un papel muy secundario tiene aún la seguridad de agradar.
Solía el enfermero, nunca le supimos el nombre y siempre
Le llamamos por el de su oficio, bautizar nuestros males
Con nombres de muchachas.
Y mientras sus manos pacientes y sabias cambiaban las sábanas,
Preguntaba por nuestro mal como por una doncella
Que nos hubiese acompañado amorosamente durante el largo
Y trabajoso trance de nuestras noches.
¡Ah! Esos nombres pronunciados de lecho en lecho
Como una letanía de lejanos recuerdos detenidos
En el ebrio dintel de la infancia.

Renata Palotini es una poeta brasileña contemporánea. Con el poema “El grito” voy a terminar esta conferencia, El texto es diciente acerca de lo que dice sobre el dolor, así que no agregaré nada más.

EL GRITO

Si al menos este dolor sirviera
Si golpease las paredes
Abriera puertas
Hablase
si cantase y despeinara mi cabello.
Si al menos ese dolor se viera
Si saltase de la garganta como un grito
Si cayera por la ventana si estallara
Si muriese
Si el dolor fuera un pedazo de pan duro
Que uno pudiera tragar con fuerza
Y escupir después
Manchar las calles los autos el espacio
El otro, ese otro oscuro que pasa indiferente
Y que no sufre, que tiene derecho a no sufrir.
Si el dolor fuera sólo la carne del dedo
Que se frota en la pared de piedra
Para que duela, duela, duela visiblemente,
Penosamente con lágrimas
Si al menos este dolor sangrase.


El dolor ha muerto. La poesia sobrevive y quizas lo exorcise.

©2008