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RECUERDO DE UN NOVELISTA SUDAMERICANO : EDUARDO CABALLERO CALDERON

Juan Gustavo Cobo Borda


Lo conoci en el Hotel Suescun de Sogamoso. Envuelto en su ruana y el whisky en la mano. El corro de amigos no departia tanto con el escritor como con el alcalde de Tipacoque, alerta a los entresijos locales.

Años mas tarde Alvaro Mutis me hablo de la maldad de los cojos, pero este primer recuerdo se conserva grato e intacto. De vacaciones con mis padres, era quizá el primer escritor que conocía de cerca. Con quien a lo mejor intercambié algunas palabras.

Lo primero que leí suyo no fueron sus novelas, sobre ese ya mítico feudo de Tipacoque y sus campesinos leales, con nombres como Siervo JOya, sino volúmenes también cercanos a su alma que aún hoy se sostienen sin desfallecimientos: Ancha es Castilla y las Memorias infantiles. Se trataba de libros deliciosos, en buena prosa, con mendigos que eran hidalgos o tribus de primos correteando por los patios de viejas casonas bogotanas.

Amaba a España y la habia recorrido de cabo a rabo, estudiándola, compenetrándose con sus clásicos y con la humanidad escueta y brutal de sus personajes, de reyes a pícaros, de putas a frailes. Algo de taciturno y gruñon se le habia contagiado, pero sus devociones eran límpidas y conscientes, y arrancaban de un Quijote que conocía mejor que nadie.

Helena Araújo razonó luego, en un ensayo aparecido en Eco, que su patria no era Tipacoque sino Castilla, aislado en su soledad de señor feudal, pero esos dos reinos, en la fusión del idioma, daban buenos frutos. El relativo fracaso de una novela parisina como El buen salvaje corrobora lo anterior.

Era un liberal colombiano, unido de modo inexorable a la más rancia oligarquía bogotana, que, como novelista, buscaba liberarse de esa polvoriente carga, yéndose a respirar los aires de Boyacá. Sólo que allí lo aguardaba la violencia partidista y la intolerancia religiosa además de una pobreza afrentosa.

Por ello, en tantas ocasiones, se retraía y miraba al pasado, fascinado con esos hombres de fierro que nos conquistaron pero también siendo fiel a la intuición fulgurante con que Simón Bolívar nos había abierto los ojos, sin remilgos ni suaves modales. El fracaso de Bolívar aún contaminaba sus sueños y por ello no vaciló en adherir a movimientos de derecha, patrocinados por Eduardo Carranza, o proclamarse, sin más, anarquista, traidor a cualquier causa.

Era un escritor, no hay duda, pero fue también un periodista, por años, condenado a repetirse, en tópicos insulsos, en la suciedad insidiosa de la omnipresente política. Si su hermano, Klim, recurría a los latigazos del humor urticante, con apodos y gracejos de colegial, él se amargó en un escepticismo desencantado. Sin embargo, era generoso y creía en el arte y en la creatividad de sus colegas, como lo atestiguan tantas notas justas sobre figuras como Germán Arciniegas, Ignacio Gómez Jaramillo o Sofía Urrutia. La fundación en Madrid de la Editorial Guadarrama y sus cuentos para niños donde Santa Teresa de Avila, Isabel la Católica y el corneta llanero se hacen próximos y cálidos.

Sin embargo, sus ficciones parecen permanecer aisladas en ese nicho de un mundo campesino que agoniza por siglos, dentro del infinito conservatismo de la vida colombiana, y al cual ya sólo iluminan el relampagueo de los machetes, el fogonazo de la emboscada, el incendio de las chozas de bahareque y paja. La violencia, en definitiva, motivo de tesis sociológica, y el donde el joven cura enfrenta no sólo los dilemas del cacique y el policía, en pueblos desahuciados, sino también los terrores de su propia alma.

Sólo que la carga de compromiso y denuncia que animaba a toda esta narrativa, de Rómulo Gallegos a Jorge Icaza, perdió toda su capacidad estética y revulsiva cuando aparecieron; al comenzar la década de los cincuenta, dos muy delgados libros: El llano en llamas, y Pedro Páramo.

Todos estaban muertos, todos eran fantasmas. El paisaje: un escenario apenas para que sombras y aparecidos se deslizaran como rencores vivos. Algo, por cierto, que ya en 1944 Caballero Calderón había previsto en su libro Sudamérica, tierra del hombre:

Detrás del alma del sudamericano, de sus ciudad y pueblos, está siempre el paisaje. No se trata de una mera ficción literaria, aun cuando la literatura tan pobre e insignificante de este continente demuestra hasta que punto el espíriitu del sudamericano está impregnado por la geografía. En novelas y poemas como La Vorágine, María, Doña Bárbara, El infierno verde, La planicie amazónica, Jubiabá, Don Segundo Sombra, Martín Fierro, etc., el ámbito, asfixia al personaje del mismo modo que las selvas enmarañadas, las pampas inmensas y las cordilleras de metal aplastan la pequeñez del hombre, (pág. 185)

Juan Rulfo no pudo escribir nada más: había dicho todo. Eduardo Caballero Calderón, después de El cristo de espaldas (1952) y Siervo sin tierra (1954) intentó el viraje, dentro de la senda abierta por Rulfo. Ese Manuel Pacho (1962) que como dice José Luis Díaz Granados, es
Una bestia moral, fruto del incesto de padre e hija, tarado e inarticulado, quien durante tres noches y dos días lleva a cuestas el cadáver putrefacto del progenitor, hasta su sepultura en Orocué.

Ese cadáver de la vieja narrativa de la tierra pesaba demasiado sobre sus hombros, agobiados ya por tantas páginas. Incluso las páginas de Sudamérica, tierra del hombre, donde el narrador preocupado por los conflictos rurales se ha convertido en viajero lúcido e informado por las ciudades latinoamericanas. Allí de Manaos a Cuzco, de Lima a Cartagena de Indias, de Santiago a Buenos Aires, de Río de Janeiro a Sao Paulo estaba el horizonte virgen que su ficción nunca trataría de cerca. Ni siquiera esa Bogotá, que le era tan próxima, y que pinta cauta y desconfiada, "llena todavía de timideces aldeanas" Que cultiva su espíritu y lee los clásicos, y que es "profunda y honradamente democrática" (pag. 116)

Una caracterización desacertada, que corresponde más bien al ideal retórico de la Atenas Sudamericana, pero muy lejana, por cierto, de esa utopía, como se lo recordaría, con saqueos y llamas, el 9 de abril de 1948.

Los suramericannos realmente no valemos mucho, pero Suramérica es el más bello y sugestivo de los continentes y el más cargado de porvenir. (pág. 10)

La trampa de la esperanza, de los futuron que nos abren los brazos. Todo ellos estaban por cierto muy lejanos. No era una tierra de promisión sino una tierra yerma donde se pudrían todos los ideales.

Gabriel García Márquez, en cambio, sí encontró en Pedro Páramo (1955) lo que buscaba: En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que giran enmohecidos, la vibración de esta tierra vieja que vuelca su oscuridad. Verdad que la noche está llena de pecados, Justina?

La tierra era vieja y se desgastaba, sin remedio. Rechinaba, incluso, mientras el pecado subsistía mucho más allá de la muerte. También allí, en Pedro Páramo, García Márquez hallaría el tono necesario para poner a andar Cien años de soledad: El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo.

Muerte y más muerte. Por ello quizá el silencio narrativo de Caballero Calderón despues de Manuel Pacho y la insignificancia de sus últimos textos es digno y honrado. Su mundo, no hay duda, había desaparecido devorado por lo que en la ficción representaban Pedro Páramo y Cien años de soledad. No la ciudad o el campo sino apenas el alma de un ser que no era ni indio, ni blanco ni negro, ni criollo o mulato, sino apenas una figura imaginaria. Un ente de ficcion. Una construcción de palabras. Se lo tragó la tierra? No. Apenas su propio mundo, endeble y esquemático. Ese Bogotá vacuo y letal del cual nunca pudo desprenderse del todo, asesinándolo en una ficción implacable. Como lo ha intentado, por cierto, su hijo Antonio Caballero con Sin remedio : ese horror que intenta volverse poema, también en vano.

Juan Gustavo Cobo Borda

©2010