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Dos revistas de la Bogotá de los 50




Juan Gustavo Cobo Borda

A propósito de la celebración de los 470 años de la capital de la República, vale la pena destacar dos publicaciones de gran importancia para el movimiento cultural de la Bogotá de los años 50.

Si bien los avisos comerciales que registran las elocuentes fotos de Sady González parecen dejar en segundo plano los rótulos de Coca-Cola, Air France o whisky Johnnie Walker, ante las recurrentes manifestaciones multitudinarias por la paz y la concordia, era evidente que Colombia recibía los frutos extranjeros del capitalismo internacional. Igualmente asimilaba, desde distintas vertientes, ideas, novedades literarias, modas y figuras.

Ejemplifiquemos: desde 1947 hasta 1957 la Presidencia de la República, Dirección de Información y Propaganda, había publicado 79 números de las Hojas de cultura popular colombiana, dirigidas por Jorge Luis Arango, quien sería también un destacado editor de una valiosa colección de libros, en la que aparecieron sobre todo los cronistas de la conquista como Juan de Castellanos.

Más que una revista propiamente dicha, era una sofisticada y elegante plaquete de pliegos sueltos, llena de alardes tipográficos, y en la que reproducciones de las láminas de la Comisión Corográfica, facsímiles de cartas y documentos históricos, partituras musicales ornaban textos de firmas prestigiosas, trátese de Guillermo Valencia como de Porfirio Barba Jacob, trátese de León de Greiff como de escritores falangistas españoles de la talla de Ernesto Jiménez Caballero o próximos al franquismo como Pemán, Azorín o Eugenio D’Ors.

Los villancicos de Eduardo Carranza, afín también al franquismo, convivían con el rescate de documentos sobre la vida del pintor colonial Gregorio Vázquez de Arce y Ceballos. Este fue uno de los objetos de culto del director y sus colaboradores: críticos colombianos como Gabriel Giraldo Jaramillo o el español llegado entonces a Colombia, y asiduo ilustrador de la revista, junto con Sergio Trujillo, Francisco del Tovar revaluaron el aporte plástico-religioso del pintor santafereño.

Lo que se pretendía contrastar era cómo en los mismos años de Mito (1955-1962, 42 números), con sus propuestas al día, subsistía una cultura oficial conservadora que miraba con nostalgia el pasado colonial. Se buscaba, a través de la estampa castiza y bien escrita "las muy válidas páginas de Eduardo Caballero Calderón que darían pie a Ancha es Castilla (1950) aparecieron aquí", una suerte de geografía lírica de las ciudades colombianas. Al reproducir de nuevo la Oración de Jesucristo, de Marco Fidel Suárez, o recordar insistentemente a Simón Bolívar por medio de un poema de José Umaña Bernal o un concepto médico del doctor Alejandro Próspero Réverend, se consolidaba o reafirmaba, de algún modo, el concepto de un Bolívar autoritario. De una cultura con los ojos vueltos hacia el ayer. Allí donde Rafael Maya continuaba coronando a la Señorita Cundinamarca.


García Márquez, quien también echó discursos coronando reinas de belleza, en su momento, sería la figura perdurable de los aparecidos en las páginas de la revista Mito: Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo (Nº 4, 1955), El coronel no tiene quien le escriba (Nº 19, 1958) y En este pueblo no hay ladrones (Nº 31 y 32, 1960). El escritor de Aracataca propuso, en el rigor despojado de su prosa, y en la intuitiva comprensión humana de sus personajes, un notorio avance sobre el estancamiento en que se debatía la ficción en el país, lastrada por el trauma de la violencia partidista. Esa literatura de la violencia, testimonial más que creativa, y sectaria, en alguna forma, en su toma de partido, vio así canceladas sus aspiraciones. Había una nueva exigencia, y una distancia en la elaboración, si se quiere nostálgica, de los dramas políticos y sociales, que podía rendir mejores frutos. Tal es el caso de La casa grande, de Álvaro Cepeda Samudio, cuyo más ceñido capítulo, el diálogo de Los soldados, apareció en Mito (Nº 22 y 23, 1958-1959), anunciando, de algún modo, su publicación en libro, la cual realizaría años después las propias Ediciones Mito.

Revista de poetas: Jorge Gaitán Durán, su fundador; Eduardo Cote Lamus; Fernando Charry Lara; Fernando Arbeláez y Álvaro Mutis, que publica en el Nº 2, de 1955, su Reseña de los hospitales de ultramar, pieza sustancial de su saga de Maqroll, El Gaviero. En una carta del 2003, Mutis sentó su posición frente a la revista:
"Mi vinculación con la revista Mito, además de los poemas míos allí publicados, fue un tanto pasajera y marginal. Quise mucho a Jorge Gaitán Durán como amigo y lo admiro como poeta, pero siempre estuve distanciado de sus ideas políticas y de su personal filosofía".

Hay que matizar, entonces, este "esfuerzo tan valioso", como reconoce Mutis, y recalcar que las preocupaciones de Mito por el compromiso del escritor, la filosofía existencial, a través de figuras como Heidegger y Sartre, el teatro de Brecht, el reconocimiento de una novela propia, visible en las reseñas que se le dedicaron a Alejo Carpentier y Juan Rulfo, y las propuestas de un arte latinoamericano tenían en torno suyo un aura radical de novedad y escándalo solo comprensible en la comparación con el aflictivo anacronismo colombiano: campesinos que cerraban con alambre de púas la vagina de su mujer, como Mito lo documentó, con fotos.


Juan Gustavo Cobo Borda

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