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Un imperio de papel


Juan Gustavo Cobo Borda


Hubo un gran imperio que como todos ellos se esfumó. Al igual que el romano, el inglés o el español. De él solo quedaron las palabras con que los escritores lo volvieron un mito. El mito del imperio austro-húngaro y de la dinastía de los Habsburgo, desaparecido en 1918 pero resurrecto en tantas páginas inolvidables. Las de Grillparzer, Arthur Schitzler, Hofmanasthal, Karl Krauss, Joseph Roth, Franz Werfel, Stefan Zweig y Robert Musil.

Tuvo una sede: Viena y un río que enlazaba infinidad de pueblos, razas y lenguas: el Danubio. Ese es el mundo que ha estudiado, con asiduidad inteligente y lúcida empatía, un ensayista italiano nacido en el único puerto de esa Mitteleuropa: Trieste. Se llama Claudio Magris, nació en 1939, y acaba de recibir el premio Príncipe de Asturias por una serie apasionante de libros publicados casi todos ellos por Anagrama en España: El mito hasbúrgico en la literatura austriaca moderna (1963) (México, UNAM), Itaca y más allá (1982) (Madrid, Huerga y Fierro), El anillo de Clarisse (1984) (Barcelona, Península) y El Danubio (1986), Microcosmos (1997) y Utopía y desencanto (1999). No se considera un creador, por más que haya escrito novelas tan singulares como Conjeturas sobre un sable (1985). Apenas un profesor, que revive en los cafés, como Peter Altenberg, la magia iridiscente de una realidad extinta. La que judíos como Joseph Roth en La marcha de Radetzky, una elegía mozartiana sobre el otoño de un estilo o Stefan Zweig, en sus punzantes memorias, El mundo de ayer, edificaron con desgarradora nostalgia. Se sabían los últimos de una estirpe: Roth, desde su habitual mesa de alcohólico en el café Tournon de París iría al hospital Necker consciente de cómo en ese mayo de 1939 los nazis volvían aún más agorera su muerte. Zweig, pegándose un tiro en Brasil, traía al nuevo mundo las letales semillas de una decadencia esplendorosa.

Esa vacuidad efervescente. Esa nada que hizo grata la vida y muy concreta su ausencia. Un imperio estático, de casi mil años. Con remotos emperadores y burócratas eficientes. De valses y operetas. De pollo frito y camareras complacientes. Donde el amor, como la sífilis, en La ronda de Schnitzler, contagia el tiovivo incesante de todas las capas sociales.?Había un aire deliciosamente superficial en todo ello, pero más al fondo, como en el consultorio vienés del Doctor Freud, se agitaban los dolorosos fantasmas de hipocresías letales e impotencias para cambiar. Sin embargo la avenida del Prater y la felix Austria continuaban incólumes. El afán centrífugo de todas esas provincias remotas, de Galitzia a Venecia misma, no alcanzó a disgregar la endeble armazón. Pero aquella obra de sutil equilibrio tenía una base sólida: la mediocridad de los Habsburgo donde el emperador no era más que el primer burócrata del reino.

Lo dijo Metternich, ese ministro tan frívolo como sagaz: 'Algunas veces goberné a Europa, pero nunca goberné a Austria.' Esos hombres, cansados de todas la cosas sin estar saciados de nada, lograron que el águila bicéfala de la monarquía cobijara infinidad de pueblos dispares en un equilibrio y una estabilidad tan burguesa y esterilizante para unos como necesaria y asumida para otros. Un orden, en definitiva, que solo Napoleón alcanzó a poner en duda, para casarse finalmente con una hija del emperador.

Lo que Madame de Staël dijo refiriéndose a Alemania: 'Son aduadores y enteramente sumisos y se sirven de razonamientos filosóficos para explicar lo que hay de menos filosófico en el mundo: el respeto por la fuerza, no resulta aplicable a este imperio de papel: ellos tenían otro tono y otro encanto y bajo él cayeron alemanes, húngaros, polacos, judíos, checos, eslovacos, croatas, serbios, italianos, eslovenos, búlgaros, rumanos y rutenos.'

De ese manantial inagotable nos hablan hoy Hermann Broch y Elías Conetti. Wittgenstein, naturalmente. George Steiner y Roberto Calasso. De un nihilismo donde ya no existe la unidad del yo ni confianza en las palabras y en donde, como lo demuestra la justamente premiada obra de Magris, todavía alientan oráculos que debemos escuchar.



Juan Gustavo Cobo Borda

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