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Alberto Sojo

Juan Gustavo Cobo Borda

El núcleo central de la pintura de Alberto Sojo se basa en esas grandes figuras masculinas, con mucho de autorretrato, sólidas, rotundas, casi pétreas, que dominan todo el primer plano pero cuya cabeza, desordenada por el viento de las lejanías, se fija en un remoto mundo en fuga. Ancladas en tierra, su mirada naufraga en el mar. Dan la espalda al bullicio en que vivimos y solo oyen la silenciosa soledad pensativa de su mente al indagar sobre esa paradoja viva que es el mundo.

La fijeza se contrapone a esa movilidad perpetua con que los arabescos de las olas riman, alteran, descomponen, su aparente estatismo. Sí, su cuerpo está aquí pero su alma ya dobla el Cabo de Hornos, el estrecho de Magallanes, la franja abierta en el Mar Rojo donde Moisés, desde esta orilla, vio a su pueblo difuminarse, al recobrar la tierra prometida. Por ello cada una de sus pinturas, con el espesor de sus brochazos y lo giratorio de su composición envolvente, nos atraen y logran hundirnos en su mundo. Como a él nos devoran al saber que el viaje nunca concluye. Que la pintura es infinita. Dieciocho años en Europa hicieron de Sojo viajero de una sola, funcional valija, donde solo lleva la silueta del corazón y pinceles, el rectángulo de techo triangular del cual emana el humo del hogar. El fuego perpetuo de su búsqueda. De ahí que si en un primer lugar la transvanguardia italiana o figuras como las de George Baselitz le intrigaran con su rescate neo-realista de la figura humana, fueran esos macizos pies de navegante los que se hundirían en la edénica agua azul de los orígenes y diminutas palmeras espolvorearan sus penachos en esa remembranza de una Barranquilla donde nació en 1956, y donde, como rezaba el título de la novela de Marvel Moreno. En diciembre llegaban las brisas.

Botellas de náufrago que bebe vino, brochas y paletas de pintor, sillas para aguardar el sueño que vuelve transformado, y el evasivo, recurrente, intercambiable fantasma femenino, apenas la silueta del cadáver en el piso. Todo ello vuelve a inscribirse, en un segundo movimiento, sobre el viajero de oscuros vestidos, y tatúan así el alfabeto primario de sus signos sobre los anchos, y deshormados trajes de la rutina. Pinta sobre lo que ya ha pintado para así exigir una segunda lectura. Para tapar lo obvio y volver más ambigua la espejeante perspectiva de esos macizos volúmenes.
Sin embargo sus poderosos óleos de 1996 y 1997 sobre parejas erguidas que se abrazan deparan tan recia certidumbre y una atmósfera tan hospitalaria y límpida que llevan a pensar en aquel que se ahoga feliz en el mismo puerto de su destino. Esa pintura grave y elocuente, que se afianza a sí misma, en la expansión de sus ondas convergentes. Por ello rehace de continuo su sempiterno núcleo.

Ahora flotan en el aire o levitan con la cabeza boca abajo. Escuchan el rumor melódico de las olas o se obsesionan, en su última serie, con los costrosos muros de la ciudad y su palimpsesto de memorias superpuestas. Sojo pescará allí no solo sus ya remotos peces de 1992 sino su propia desmembración analítica. El afán para que esas figuras irreversibles, y que ya son casi tótems arquetípicos, vuelvan a ser, por ejemplo, la pierna que marca en el espacio su frontera y su rumbo. El zapatón amarillo hundiéndose en el magma arenosa de su explosión plástica. No sólo la línea del dibujo, o la aspereza de las texturas, sino, en definitiva, una masa táctil que irrumpe y recrea el muro con sus bordes arbitrarios y corroidos.

“Era el viaje de toda su esperanza”. Escribió con grafiti de niño, al recubrir la lectura lucida de Hernando Magallanes con su propia expectativa. La tensión de quien cuestiona lo rotundo del conjunto con sus flotantes signos muestra la tensión renovadora de su pintura. Pinta sobre sí mismo. Muestra la lenta errancia del pincel al dejar estelas y rastros de su paso. Huellas de su cabotaje entre la fascinación del color libre y ese mapa subyacente donde ya había fijado coordenadas y periplos. Devana lo inconcluso (letras, perfiles, trazos, desvaríos) sobre lo que parecía inamovible.

Es un tachar que permite vislumbrar lo oculto. Un señalar indirecto que respira a través de sus formas vivas y participativas.

Cualquier desgarrado afiche callejero se ha vuelto bastidor y tela para mirar más allá del muro y sentir la respiración acompasada con que la matriz marina respira hecha pintura. Una gran pintura.


©2006