coboborda.org
/artistas



Nadín Ospina

Juan Gustavo Cobo Borda

Como buen bogotano, Nadín Ospina mira con ironía y hace comentarios sarcásticos. Establece distancias, hasta el punto de no realizar él mismo el trabajo sino encargárselo a competentes artesanos. Más aún: envía el modelo por computador y ellos se encargan de elaborar en piedra hechiza –¡qué buen nombre!– algunas de esas figuras precolombinas que le han dado fama en el exterior. Algunos de esos muñecos de LEGO, guerrillero, narcotraficante, secuestrado, sicarios, que parecen ser en Europa la única imagen concebible de nuestro país.

Bien puede ser Mickey Mouse con sus anchas orejas convertido en sacerdote agustiniano, o Pluto recostado como un Chac-Mool azteca. También a la familia Simpson, Ospina, con mente retorcida, los pone a encarnar dudosos críticos de arte. O especies afines de tapires e hipopótamos. Sabíamos cuánto había amado Henry Moore el mundo de la escultura primitiva, de Oceanía a los mayas, pero la broma de Ospina ha dado el giro completo.

Antes las imágenes impuestas por los conquistadores españoles se fabricaban en Amberes o Sevilla: Rubens, Durero, Zurbarán, Ribera. Ahora provienen de Los Ángeles y se exhiben en las pantallas de nuestro televisor. Ese arte del entretenimiento fugaz, con aparente destinatario infantil, constituye una invasión visual, de innegable valor icónico. Antonio Caro, el pionero, ya nos había sorprendido con el logo blanco de Coca-Cola sobre fondo rojo caligrafiado como Colombia (1976).


Hay gracia e ingenio en todo ello y el significado se retuerce y reenvía al emisor. La multinacional respectiva lo recibe deconstruido, como debe decirse, con su agujón crítico. Guerra de imágenes en el espacio visual (y virtual). Ospina ha llegado a deslizar en muy serios museos de Holanda sus piezas y falsificaciones de objetos mesoamericanos dentro de vitrinas que albergaban piezas auténticas conseguidas por guaqueros, arqueólogos o simples turistas culturales. Intervenir en lo ya dado, para ofrecer así un cuestionador punto de vista, sobre los productos de una aún exótica América de violencia y primitivismo, sería una primera característica.

Pero como sucedió con el célebre libro de Ariel Dorfman Para leer al pato Donald (y el trajinado rostro suyo también aparece en un pectoral tairona de Ospina) o los análisis de Umberto Eco sobre James Bond, la “baja” cultura popular masiva es indetenible, y el mercado se apodera de ella, al momento, neutralizándola tanto con el análisis interpretativo como con el precio en las subastas. Recuérdese los buenos negocios que hacía Andy Warhol con la foto de la silla eléctrica.

Con razón Claudia Gilman en su libro Entre la pluma y el fusil (2003) mostró como el intelectual y el artista latinoamericanos pasaron de la euforia a la depresión entre 1960 y 1980 cuando el rostro del Che muerto se tornó camiseta de moda. Tan dudoso honor corresponde hoy, según muestran las revistas, a Pablo Escobar, también muerto por la CIA o la DEA. Como lo recalca esta autora argentina: “A partir de la lectura de Bajtin la crítica analizó la cultura popular como paródica y carnavalesca, viendo en ella las señales correctas de la transgresión y el combate contra la cultura dominante” (p. 366).
Pero curiosamente la lectura que se puede hacer de estas piezas de Ospina no es la misma desde Europa o Estados Unidos que desde la Colombia land que las vio nacer, tres veces: primero como parte esencial de una cultura ancestral. Luego como piezas del Museo del Oro. Y finalmente con la impronta que les confiere Ospina, realizadas por encargo y exhibidas en el Museo de Arte Moderno de Bogotá o en alguna bienal extranjera. Ya están allí recargadas de significado: Autenticidas o Pastiche. Artista o apenas Programador. Sur y Norte. Centro - periferia. Pillaje, no de la tumba incógnita bajo tierra, sino de la obra de arte ya hecha, superponiéndole un ingrediente exógeno. Los Bachues, en Colombia, redescubrieron el arte chibcha a través del cubismo africano de Picasso. La resina sintética de hoy es tan arcaica como el barro moldeado de la cerámica de ayer. Pero como lo dice la crítica Carolina Ponce de León ya de por sí las piezas precolombinas se hallan lavadas y descontextualizadas en el marco del museo. Las escindieron de un saqueo y una violación irrevocable, de un comercio ya entonces global que volvió dinero lo que fue en su origen alabanza religiosa. Ofrenda y ceremonial.

Ahora las figuras de piedra de Ospina tienen detrás de él el emblema pintado, como si se tratase de una lámina botánica, de las plantas que han revertido todo el proceso: marihuana, coca, amapola. Artaud en la búsqueda del peyote entre los tarahumaras de México. William Burroughs en pos del yagué amazónico. Europa y Norteamérica unidas de nuevo en su mutuo peregrinaje depredador para borrar la racionalidad comercial, la inhibición puritana y el trabajo que puso dios como castigo. Como se ve, Nadín Ospina todavía tiene mucho trabajo en el magnífico museo imaginario que ha inventado, curador y chamán. Y, en definitiva, humorista que ha sido capaz de ocupar todos los tópicos de la escena artística contemporánea con su sesgo original e imprevisto. De risueño cuestionador sin clemencia.




©2006