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David Manzur

Juan Gustavo Cobo Borda

Al lado de su dormitorio, en Mosquera, David Manzur tiene un gimnasio. Un funcional y moderno gimnasio que refuerza sus largos paseos al trote por campos y caminos de esa urbanización donde se refugia, lejos de Bogotá. El aire es más limpio, el ruido menor y la soledad más propicia para concentrarse en su trabajo. Pero éste, que ahora lo absorbe en la remembranza pictórica de su infancia en el norte de África y las Islas Canarias, siempre se verá reclamado por otras incitaciones: la música, la ópera, el cine y el teatro, para empezar.

Allí ha dispuesto también un acogedor salón, con todas las novedades tecnológicas del momento, para satisfacer tales intereses: una ópera rusa, un viejo film de los hermanos Marx, a cuyo inmortal Groucho rindió homenaje en un grabado lunar. Pero Manzur es también devoto de la lectura, de los avances científicos y del estudio de la historia del arte, sobre todo del Renacimiento, que ha marcado su estilo y que ha culminado, en 1987, con su San Sebastián. Donde la referencia a Mantegna y a los esclavos de Miguel Ángel no hace más que acendrar su ambiciosa mirada, de vastos horizontes montañosos colombianos y de inerme belleza masculina, sola en el paisaje.

Esta ha sido la culminación lograda de un largo periplo que, lo llevó desde la abstracción en Nueva York donde conoció a De Kooning hasta el trabajo con Naum Gabo donde el célebre constructivista ruso le enseñó a tejer esos alambres de luz en los que irradia tanto la poesía como la geometría. Sin olvidar que en 1963 Manzur realiza un curso sobre astronomía en Chicago. A partir de sus iniciales homenaje a la luna, en collages de madera, las telas de Manzur han manifestado, una y otra vez, la gravitación magnética de lo nocturno, dilatadas perspectivas de oscura tensión metálica.

Coloca sus observaciones plásticas, trátese de las casas de su natal Neira, en Caldas, con su peculiar arquitectura de la zona cafetera. Trátese de sus dragones y caballos, clásicos en su combate perpetuo. Pero tanto San Jorge como el notario de su pueblo rinden un oblicuo homenaje a sus apasionadas lecturas juveniles de Andre Breton y de la pintura surrealista: carecen de cabeza. Pero su comportamiento como íconos plásticos no es incongruente. Del mismo modo que sus variaciones sobre la relación entre mística y erotismo, a partir de sus lecturas de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, se ven traspasadas no por las flechas del barroco sino por aguzadas señales de tráfico.

Pero quizás donde la obra de Manzur mejor conjuga realidades remotas y dispares con renovados enfoques plásticos sea en sus barrocos bodegones de copas traslúcidas y opulentos laudes, que rinden homenaje tanto a Haydn como Vivaldi. De nuevo la música y la flotante ilusión visual de esas maderas y esas cintas con las que envuelve. Se torna así un virtuoso de la nostalgia clásica. Y sufre los avatares de una modernidad depredadora al saturar de moscas sus espacios inquietantes o expresar el dolor en esos cuerpos juveniles de agónica contorsión. Placentero sufrir de la carne en su transverberación artística. Su factura alcanza su cota más alta es en la sobriedad elocuente con que dispone un pez, un único pez, en la ajedrezada penumbra claustral de su estancia. El pez agoniza sangrante, la atmósfera se hace más densa y la metáfora sombría que todo el conjunto formula sintetizan el arte sabio de este actor y escenógrafo que representa profundas tragedias plásticas con virtuosismo incomparable. Su teatro es el lienzo y su monólogo nos conmueve a todos.



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