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Germán Londoño

Juan Gustavo Cobo Borda

El mundo inicial de Germán Londoño lo cruza una tajante diagonal. Allí la tierra. Aquí el mar. Y una tensión ondulante lo estremece con su vibrante color. Pero la extendida aridez de este paisaje está contrastada por bloques de formas que segmentadas, literalmente cortadas por un cuchillo sangrante, descuartizadas sin más, muestran la irregularidad angulosa de ese confuso amasijo de planos: mujeres, ballenas, cocodrilos, tiburones, pingüinos, turistas.

En África unas extendidas y cercenadas mujeres negras contemplan una escultura modernista. A la orilla de un río Delacroix dibuja cocodrilos. Es fácil hablar de Europa y América, de civilización y barbarie, de arte y violencia. También mencionar la atracción turística de exóticos parajes, con su ingrediente de miedo y sensualidad. Allí donde aborrascados cielos de lluvia y tormenta pueden contemplar indiferentes un encuentro definitivo. El de la pasión pero también el de la muerte, devorados por un animal, succionados por un río, sacrificados ante una diosa insaciable. El límite entre playa y mar de sangre si bien se muestra nítido pictóricamente no hace más que acentuar la desazón. Pero la violencia que corta esos cuerpos o les extrae una porción, como quien rebana un fruto de carne, o los convierte en un simple maniquí de piezas desarmables, sostiene un combate no por viejo menos salvaje: el del color y la forma. El de esa grafia puntillista con que llueve en la atmósfera o se irisan las olas acentuando lo inmemorial y confuso de esa ancestral ceremonia: caza, canibalismo, copulación. El lograr una imagen que nos sensibilice, conmueva e impacte, y perdure estremecida en el recuerdo, cuando éste ya ha sido opacado por la brutalidad diaria.

De ahí que Londoño apele en alguna forma al arcaico sustrato de los terrores elementales, del inconsciente colectivo, de ancestrales arquetipos de lucha y conflicto. Muchos de los primitivos pueblos también recolectaban ostras. También ponían cabezas de animales degollados a la entrada de sus chozas o poblados.

Londoño ha saqueado así, con innegable humor negro, un arsenal plástico de muchos siglos: el arte egipcio, la mitología occidental en torno al continente africano, que recorren cazadores sin piedad. Negocio de pieles, tanto como de animales. O que ansían artistas en pos de un Edén perdido (y degradado): caso de Rimbaud y de Andre Gide, descubriendo su negada sexualidad o insertándose en la explotación colonial.

Pero lo válido de su logro pictórico es que dicha vuelta a las raíces recónditas está hecha a partir de una cultura artística de primer orden, que se despliega en óleos, dibujos y esculturas.

Más tarde, en 1995, en su muestra “África” la diagonal se torna horizontal y la fuerza demoledora del color y la ambigüedad perpetua de la forma humana se estabiliza en sarcófagos de un muy posible viaje al más allá, de escuetos navegantes, con siluetas de tótems africanos y maletín de ejecutivo europeo, que fluyen en un lento viaje de misterio, soledad y poesía.

La autora de África mía vio sus llanuras perdidas y hoy sólo parece subsistir en ese continente negro matanzas tribales, hambre y sida. Materias primas. Pero qué silencio estremecedor el de esos viajeros nocturnos, deslizándose hieráticos por un río de colores fúnebres. Qué agónica noche tan tersa y luminosa la de estos ambiguos seres contemplando constelaciones remotas o midiendo el muy largo desierto que aún les falta por recorrer, el hijo cargando al padre muerto en un duelo milenario, de poder y agonía. Pero tan exótica referencia se hace de golpe conturbadoramente próxima. Ya no es Conrad y El corazón de las tinieblas o el rey Leopoldo y las carnicerías en pos del marfil en el Congo belga. Es el río de sangre que moja los pies de todos los colombianos con su estulticia culpable. Violencia de Alejandro Obregón, masacres de Fernando Botero, cadáveres de Alfonso Quijano. A esta secuencia atroz se añade ahora, con sus cuchillos tricolores, con la boca abierta de sus heridas, con sus patéticos altares de sacrificio (que bien pueden ser también carros de juguete para niños), el muy valioso aporte de Germán Londoño. Pero su enfoque es aún más crítico: las elusivas sombras vacías que nos acompañan, como el recuerdo de un muerto muy próximo, ya desdibujándose en el aire, son tan sólo un fantasma. Todos somos fantasmas. El hilo negro que traza en la arena un primer hombre, al buscar conjurar un terror que aún no tiene voz. Así comienza el arte. Así concluye esta soberbia pintura, con que un nativo de Medellín intentó volver suyo tanto horror y tanta muerte. Tanto afán por hacer arte, y nada más que arte.



©2006