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Maripaz Jaramillo

Juan Gustavo Cobo Borda

Cuando María de la Paz Jaramillo participó en el XXIII Salón Nacional de 1972 lo hizo con un grabado en metal, “Elogio a la máquina de la vida”, donde un vasto fondo negro enmarca un contorsionado perfil femenino, recortado en forma irregular: de la cabeza brota el brazo y de los verdosos y rotundos senos los rojos y definidos pezones. Se podría pensar en un nudo de contradicciones.

Obsesionada, largo tiempo, con la figura femenina, de la prostitución descarnada a las frívolas representantes de la clase alta, la expuso con frontalidad hiriente. Escandalizaba con sus colores detonantes y con la crispación con que sus trazos negros subrayaban marginación, arrogancia, o vacua estupidez. Sí, la máquina reproductora de la vida podía tener algo de bovina sumisión complaciente.

Quizás por ello reiteraba en secuencia sus ojos abrumadoramente maquillados y labios ostentosamente rojos. No era un ser humano: era un ícono plástico: la señora Macbed, de 1974. Pero de repente esa señora, tan ligada si se quiere a la burguesía manizalita de la cual provenía la pintora, perdía su compostura de afectada burguesa provinciana, y se descomponía bajo las luces espectrales de una discoteca caleña, a donde la artista se había trasladado. Era sinuosa, flexible y seductora. El color la envolvía con un deleite pecaminoso y provocador, y ahora, de la salsa al bolero, buscaba expresar una urgente avidez. Mandaba al diablo su pretendido estatus clasista y se retorcía o devoraba al galán de turno, en abrazo envolvente.

Solo que esa atmósfera, tan lograda, de penumbrosa sensualidad y luces estridentes de baile popular, acentuaba lo crudo de sus rasgos, lo azuloso de su fantasmagoría espectral, o incluso lo frágil de su belleza inocente , en medio de las nuevas e implacables clases sociales en ascenso. El país se había aburrido de ser pobre de solemnidad y los carteles de la droga mantenían un hirviente submundo de sicarios en moto, escoltas en camionetas blindadas y mulas suicidas que perforaban las aduanas de Estados Unidos y Europa en pos de unos dólares verdes. Sacudido, alterado, sembrado de miles de muertos, Cali, Medellín, el eje cafetero, la costa, Bogotá, disfrutaban de un auge espurio, mientras aeropuertos camuflados y laboratorios clandestinos, en el Putumayo, Amazonas o Caquetá, cambiaban el perfil del país. Algo de esta conmoción se percibe en el trasfondo angustiado de esa pintura, donde muchos de los nutrientes de la cultura popular –un reinado de belleza, una actriz de televisión, un personaje de farándula, sea el señor Presidente o una relacionista pública, sea el jefe guerrillero o un cantante de moda–, veían repetidas sus efigies, en óleos, grabados o esculturas.

María Paz no vacilaba en escarnecerlos, con trazos arbitrarios, colores incongruentes o lentejuelas de farsa, y allí desfilaban, en la vieja y letal conjunción con que el artista, sin querer queriendo, parece exaltar el poder. Por el contrario: su sátira es más demoledora al conocerlo de cerca, al denunciarlo riéndose a su rústica fatuidad. Al mostrar el reverso vacío de su ostentosa grandilocuencia. Recuerda a Goya y cierta corte de pacotilla, con sus válidos intrigantes y bastardos.

Muchos otros intereses han reclamado el ojo alerta de María Paz Jaramillo y su paleta, hecha de furia y glamour. Los actores y actrices de cine, el turismo, la ecología, la historia misma con sus ídolos, de Bolívar y Manuelita en adelante, pero lo que subsiste, sin restricciones y desde el principio, es solo su arte, tan revelador como crítico.




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