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MANUEL HERNANDEZ

Juan Gustavo Cobo Borda

Sobre esos fondos de tensa energía gira un único signo que se arma y se descompone sin tregua. Espacio que se dilata y estructura, que se concentra en variaciones infinitas, del blanco más límpido al negro impenetrable cerrado sobre sí mismo, Manuel Hernández ha compuesto, con tesón y fidelidad admirables, una de las más sugestivas constelaciones del arte colombiano. Allí he visto azules que arden, arenas que se tachan a sí mismas, amarillos que vibran con luz propia, en un país de frívolos y cursis. Él ha preferido el elocuente mutismo de un único signo en diálogo consigo mismo. Que riqueza en tal ascetismo. Él ha comprendido cuan poco necesitamos para decir nuestra perplejidad y nuestro asombro. El milagro, en su caso, de la pintura. Materia y Espíritu: Los límites de su alfabeto formal se diluyen en el océano de su horizonte plástico.
Pero el control jamás se pierde del todo, con mano firme explora ese cosmos cada día más vacío y cada cuadro más hondo. Recorrer su retrospectiva del Museo de la Universidad Nacional, entre consignas subversivas y una luz insobornablemente lúcida es inquietarnos en la indagación de un misterio único. Ese bloque cuadrado, rectangular o roto sobre el cual trabaja incansable. Polariza y contrasta así las fuerzas que emanan de ese color que puede ser tan terrenal como oceánico. Tan atmosférico como subterráneo. Formas. Formas que ciñen lo inabarcable y a la vez se cuestionan a sí mismas. Son interrogaciones cuya respuesta sólo podrá encontrarse en su propio despliegue.
El que nos lleva de La Vega, Cundinamarca, a esas telas con que Roberto Matta erotizó el universo. La geología mental de Manuel Hernández nos revela nuestra propia naturaleza. Animales que miran el mundo y lo comprenden humanizado por el color y la forma. Por su tan austera como expresiva pintura.
Se trata de un asceta emotivo. De un formalista sensible. Con lo menos lo más. Con el silencio, la música. Estamos ante uno de los mayores artistas colombianos.
A veces, al mirar sus obras, imagino dos piernas, un torso, los muñones que dan origen a los brazos, el bulto a una cabeza. O, como en el Museo de los Niños, la ronda entrelazada de un juego de bailarines. Grupos, parejas, solitarios que se unen. Pero en realidad no hay nada de eso. Ninguna referencia. Ningún aval anecdótico. Sólo óvalos armónicos. Composiciones versátiles y equilibradas donde rectángulos y cuadrados se arman y descomponen y entablan, con la sensibilidad de su color, un diálogo de contrastes.
Esos fondos graves y apasionados, sobre los cuales despliega la más rigurosa de las indagaciones: la misma pregunta, el mismo signo, interrogado sin pausa, y el resultado siempre sorpresivo.
Un espacio, que como en los casos de sus amados Rufino Tamayo y Roberto Matta, nos remite a una electricidad ancestral: la de los cielos precolombinos, la del ígneo núcleo rojo donde se fusiona la materia en estado original. El fondo de la tela es una vibración que irradia constelaciones de signos. Una indudable, y nada obvia, visión americana, que de Chile a Estados Unidos, no olvidó nunca sus tierras de La Vega, Cundinamarca: ocres, pardos, verdes, mates.
Sí, ya había algo físico y táctil, en esos negros ásperos, en esos blancos rugosos, en esas sutiles caligrafías que admiramos en su retrospectiva del Museo de la Universidad Nacional. Pero sobre ese negro original, otro negro, sutil y traslúcido. Sobre ese blanco absoluto, otro blanco, más leve y sereno. Un aire para pensar. Un azul para evadirnos en la ensoñación. Rojos que emocionan. Un amarillo que conturba . Como las de Rothko, estas telas también pueden ser mándalas para callar, orar o meditar. Un bloque macizo que cierra el horizonte solo para abrirnos la mirada y obligarnos a pensar.
En São Paulo, en el edificio del Parlamento Latinoamericano, la fúnebre intensidad de esos violetas oscuros, de esos morados fúnebres, se rasga a sí misma para brindarnos un resquicio de su propia luz. Un asomo de vastedad expresiva. En la sombra, lo luminoso del color. En la luz, lo soterrado de una espiritualidad que fabrican los dedos. El pintor reflexiona con el tacto.

Así este gran astrónomo del espacio no se pierde en la imprecisión de lo infinito. Siempre hay un signo, una forma, un contorno, un límite, que nos obliga a situarnos ante preguntas inquietantes: ¿Cómo se puede ser tan fiel, en una tierra tan propicia a la dispersión? ¿Cómo lograr que no se cristalice un estilo, renovándolo con la perpetua frescura de una duda pertinente?
Vuelve sobre lo mismo, al saber cada cosa inagotable: el árbol, la nube, la pared. Su abstracción, tan pura, tan rigurosa, experimenta el callado estremecimiento: con el color la rompe en relámpagos de poesía. Pero nada se diluye. Todo se ajusta, en envolventes fronteras, en leyes propias, que determinan, por sí mismo, su conquistada libertad. Pareciera presentir la geometría pero es lo humano, en definitiva, lo que sus telas terminan por traslucir.Disonancias y equilibrios.
El más humano de los actos: el acto de crear. Por ello ahora esta sorpresa jubilosa de sus últimas obras, en la Fundación Santillana. Con oscuras cenizas, aglutinadas como fondo, la resurrección. Con el polvo, informe, volátil, escapándosenos entre los dedos, la fijeza estructural que le permite insertar sus signos invariables pero siempre nuevos. Su renovado goce ante la sorpresa del color, esos naranjas, esos rojos, esos grises, tan frescos y detonantes.
En la arena desértica de nuestros días, brilla la valentía de semejante aventura. A los 77 años el maestro Manuel Hernández se abandona a un placer que no tiene parangón. Tiene derecho a todos los desbordes pero sólo se permite el juego inteligente de su insobornable fidelidad. Es fiel, cómo no, a “la emoción de lo inesperado”. A las nuevas tierras que, efectivamente, conquista con su visión.


©2006
MIRAR CON LAS MANOS